Hace unos días me contaron una historia a la que no dejo de dar vueltas, equipo. Hablábamos sobre las razones por las que los proyectos exitosos funcionan y, tras los argumentos habituales, alguien sacó a colación un ingrediente que no suele destacarse tanto: la obsesión. Narraba el defensor de esta tesis una historia que yo desconocía y que ahora, sin ningún pudor, me apropio sin citar la fuente. Yayoi Kusama, artista psicodélica japonesa y uno de los mayores referentes del país nipón, decidió internarse voluntariamente en 1977 en un hospital psiquiátrico, donde desde entonces todas las noches vuelve para dormir. Ahí desarrolla con frenesí su llamativo trabajo, lleno de repeticiones de distintos patrones. Ahí encuentra su remanso para dar rienda suelta a su obsesión.
En esta época de (lógica) defensa de la conciliación y de la flexibilidad laboral, reivindicar la obsesión es casi contracultural. No debería ser así, dado que una cosa no excluye a la otra, pero así somos a veces, defensores de caminos de vía única. La obsesión es posiblemente el mayor motor de desarrollo que existe, la Roberto Dueñas de las virtudes. En primer lugar, implica que algo pase de ocuparnos a importarnos, con lo que presupone una conexión emocional. Una conexión que se traduce en meticulosidad por cada uno de los detalles, hasta el extremo de revisitar todo las veces que sea necesario. La obsesión añade alma, además, a todo lo que produce, siendo el reflejo de los temores y de las filias de cada uno de nosotros.
Pero hay que estar dispuesto a obsesionarse, sabiendo que el precio que se paga es muy alto. Va mucho más allá de las noches en vela o de que te digan que solo sabes hablar de una cosa. Es la certeza de que eso es lo de menos. Obsesionarse implica multiplicar el efecto de las derrotas y temer que los éxitos se desmoronen, obsesionarse supone dudar de todo, ver como blanco roto lo níveo, nunca estar satisfecho al completo, no saber cuándo parar. Obsesionarse es renunciar a disfrutar por buscar la perfección. Lógicamente, es demasiado para la mayoría, pero la obsesión genera progreso. Quizá no consenso, pero sí avance y casi nunca indiferencia.
Obsesión es una palabra de corte peyorativo. Hoy se impone lo zen y el mantra repetido hasta la saciedad de no dar tanta importancia a las cosas. Se fomenta cierto desapego, no solo profesional, también en lo personal. Y el desapego produce desafección, es el antónimo de la obsesión y del progreso. Porque, honestamente, no conozco a nadie exitoso que no se haya obsesionado con lo que hace. No hace falta siempre irse a casos lejanos, mira simplemente a algún compañero de trabajo o a algún amigo que te inspire. Va más allá de las horas que dedica, es la compulsión por la perfección. Ojalá no hubiera que pedir perdón o encerrarse en un manicomio por el simple hecho de que las cosas nos importen.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.