Pocos eventos me producen tanto entusiasmo como las elecciones a la presidencia de Estados Unidos. En general, de hecho, no hay actividad política de un país que me pegue más a la pantalla que la de los norteamericanos. Que sí, que ya lo sé equipo, que es el claro síntoma de toda una generación que hemos crecido bajo el influjo de Hollywood, que sé más de sus cuitas gracias a “Forrest Gump” o “Con Air” que a los libros de texto, pero es que sus historias me enganchan tanto como una novela de Stephen King. Tengo recuerdos demasiado reales del famoso ‘caso Clinton-Lewinsky’, aunque por aquel entonces sólo tenía 10 años; sigo atento los viajes de presidentes españoles a EEUU y celebro incluso cuando vuelven con un poco explicable acento texano; y parece que fue ayer cuando Barack Obama llegó a la presidencia del país con la que es, sin lugar a dudas, una de las mejores campañas de la historia.
Esta filia, sólo comparable con mi pasión repentina por los kiwis amarillos, suele traducirse en un consumo compulsivo de vídeos de mítines de políticos, debates electorales o intervenciones en el programa de Jimmy Fallon (no puedo evitar que ese apellido me haga gracia, soy así de simple). Encadeno los contenidos como el Bayern enlazaba sus goles en los cuartos de final de la Champions League. En esas estaba el otro día cuando me encontré un vídeo de Barack Obama, precisamente. Era 2008, año del “Yes We Can”, y el aún entonces senador de Illinois estaba en plena carrera para tener acceso ilimitado al Air Force One. Como parte de la promoción, supongo, acudió al programa de la hoy caída en desgracia Ellen DeGeneres, y lo que ocurrió en él me recordó el motivo por el que todo lo americano genera tanta adicción como una bolsa de pistachos: está pensado desde el espectáculo.
Obama aparece en lo alto de unas escaleras. De repente, “Crazy in love”, una de las mejores canciones de los últimos 20 años, suena a todo volumen. Una encerrona a toda regla que Obama convierte en una oportunidad. Como si fuese “Hitch: especialista en ligues”, el aún candidato aplaude con estilo, coloca los brazos en un ángulo de 90 grados y se mueve sutilmente, diría que sacando ligeramente morritos, como cuando posas para una foto de Instagram. Baja las escaleras con todo el público en pie aclamándole, a lo que él responde dando un académico puñetazo a una “punching ball” de boxeo. DeGeneres le anima a bailar más y Obama repite el mismo paso de antes con una seductora sonrisa durante cerca de 20 segundos que se hacen cortos. Intenté practicar el mismo movimiento en casa tras ver el vídeo, pero el resultado que me salió se parecía más a Miquel Iceta bailando una canción de Queen.
En materia de espectáculo, nadie gana a los americanos. Sin ir más lejos, a lo largo de estos días se está disputando en Disney World, en Orlando, el ‘playoff’ de la NBA en un búnker en cuyo vestuario hasta hace unos meses se cambiaban el Pato Donald y Mickey Mouse y ahora lo hace Lebron James, todos ellos compañeros de reparto en “Space Jam 2”. Este descabellado planteamiento, que incluso el Steven Spielberg que consideró plausible “Jurassic Park” habría visto como una chaladura, está sucediendo. Seguro que, además, en previsión de garantizar el entretenimiento, todo se está filmando para abrumar con contenidos en un futuro. No me cabe duda de que habrá un nuevo “Last Dance” que saldrá de aquí. ¿Alguno de vosotros es capaz de imaginarse un despliegue semejante en España? No sé, me cuesta fantasear con que se habilite Marina D’or o Port Aventura para cualquier competición. Y, en vez de documentales, supongo que sobre todo habría partidas a la “pocha” que augurarían poquita audiencia en Netflix, incluso aunque las dirigiese Isabel Coixet.
A veces tendemos a tratar la cultura del ‘show’ con cierto desdén, infravaloramos la importancia del espectáculo, nos olvidamos de que la forma es habitualmente tan importante como el contenido. Desde las etapas más tempraneras de nuestra educación hemos priorizado el estudio exhaustivo y obviado todo lo que tiene que ver con su expresión exterior. Pienso que es tan importante saber algo como tener la capacidad para contarlo, si no de forma bella, al menos de forma efectiva. En nuestra etapa educativa nos hemos enfrentado en poquísimas ocasiones a la soledad que se siente al debatir o a los nervios de tener que presentar en público, qué decir de planteamientos ambiciosos de emprendimiento. No se trata de escoger una cosa o la otra, que hoy estamos tan polarizados que parece que siempre hay que elegir entre A o B, pero estoy convencido de que no nos vendría nada mal prepararnos para convencer, para solventar situaciones de estrés en público o para tener una capacidad imaginativa algo mayor, aunque sea para que se nos pasen por la cabeza soluciones como las de Disney World.
Porque cuando la calidad de los proyectos, de dos contendientes políticos o de cualquier profesional, sea cual sea el tipo de trabajo, es la misma, deja de decidir el qué y es el cómo el que pasa a inclinar la balanza. Es el cómo el que deja la foto para la posteridad, es el cómo el que convence, es el cómo el que genera la primera impresión, es el cómo el que cautiva, es el cómo el que te hace pagar la entrada. Por eso, llevo unos días poniéndome “Crazy in love” a todo volumen e intentando memorizar los pasos, por si algún día tengo que emplearlos. Ya he conseguido el chasquido de dedos, pero no logro acompasarlo con el movimiento de brazos y el ligerísimo contoneo pélvico. No fui entrenado para esto. Pero sigo y me motivo gritando a viva voz: “Yes I Can!”. Voy evolucionando y parece que para noviembre, cuando se celebren las elecciones de Estados Unidos, ya por lo menos no pareceré Iceta, sino quizá Mariano Rajoy bailando desbocado Raphael. Un pequeño paso, es verdad. Pero como diría aquel, aunque sin acento ‘tex-mex’: seguimos trabajando en ello.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.