A menos que usted haya vivido en una cueva en el sur de Herát el último año sabrá que, en plena cuarentena, Netflix estrenó la serie documental ‘The Last Dance’, narrando minuciosamente la vida y los hitos de Michael Jordan. En la espléndida y completísima producción, nos acercamos con todo lujo de detalles -y sin obviar sus imperfecciones como persona, lo cual es de agradecer- sobre como un chico que nació en Brooklyn a mediados de los cincuenta se conviertió en el deportista más grande de todos los tiempos y -casi- automáticamente en una de las marcas comerciales más poderosas del mundo.
Pero lo interesante (y no es que el resto desmerezca en absoluto) no es la historia de un ser humano sobre el que se ha contado todo mil y una veces, incluída su pasión por las apuestas y los habanos, sino que por primera vez existe una aproximación en forma documental a su modo de funcionar, a la forma en que arrancaba su mente para estar aquí y ahora y estarlo más que nadie. Cosa que ya sugería Phil Jackson en su excelente libro ‘Sacred Hoops: Spiritual Lessons of a Hardwood Warrior‘.
Jordan necesitaba crear una narrativa mental que lo activara y le hiciera funcionar al mil por cien. Algunas veces era que se había sentido menospreciado por un jugador del otro equipo, otras veces el ninguneo de los medios locales de la ciudad de turno a la que llegaban los Bulls, y otras superar el récord de puntos de cualquier otro jugador. Lo interesante de todo ello no es lo extremadamente competitivo (eso sería quedarse únicamente con la parte superficial y casi innecesaria, por manida) que era Michael Jordan, sino como era capaz de utilizar su propia psique como un gurkha utiliza su cuchillo. Lo llamativo es que si la vida real no le proporcionaba una coartada convincente, Jordan se la inventaba. Como cuando él mismo hizo correr la voz de que un rival le había vacilado después de una derrota. Al partido siguiente, Air metió 50 puntos. ‘No me dijo nada’ me lo inventé, reconoció después.
El de los Bulls de Chicago, necesitaba una motivación externa para activar los mecanismos que lo hacían pasar de un ser deportista de élite al mejor de todos los tiempos. De ser alguien que podía meter veinticinco puntos a aquel capaz de encestar treinta y ocho en cuarenta y cuatro minutos y con fiebre. La lectura correcta de todo ello, desde un punto de vista empresarial, no son los mates, los triples y los tiros libres, sino como aquel tipo de Brooklyn era capaz de encontrar el combustible exacto para elevar su rendimiento hasta el infinito. Algo que muchos otros con formación académica y todo lo que la sociedad te exige son incapaces de hallar.
Quizás ese es el gran handicap para el resto de los mortales: no conocer qué motivación extra y absolutamente concreta y definida es capaz de hacerte rendir un poco más, de hacerte recorrer la ‘extra mile’. Ese interruptor emocional que te hace estar tan presente y concentrado que tu rendimiento llega a cotas inalcanzables en una situación normal. No se trata de compararnos con un deportista superdotado físicamente, sino de comprender como el añadido era, quizás, una cuestión mental y de autoconocimiento, algo tan sencillo y a su vez complicado, hasta el punto de que muchos de nosotros ni siquiera nos lo planteábamos.
‘The Last Dance’ puede ser una magnífica serie documental sobre el deportista más laureado de todos los tiempos y sobre una de las marcas deportivas más conocidas del mundo, pero si renunciamos al reduccionismo y no nos quedamos con el slogan o la frase hecha, Netflix ha hecho algo más: nos ha regalado un documento maravilloso que desgrana una de las grandes diferencias entre el buen trabajo y la excelencia, y sobre como cada uno debe descomponer y analizar su propio intelecto para poder marcar la diferencia.
Al final -y aunque eso lo haga menos romántico- no hay nada místico en ello, sino un proceso puramente químico. Pero ha tenido que venir Michael Jordan a explicarnos que el camino al éxito (y esto es clara y decididamente aplicable al ámbito empresarial) está tan relacionado con el conocimiento del mundo que nos rodea, sus lenguajes y sus entresijos como con el de uno mismo. Ya lo decía el título de aquel libro de Jonathan Safran Foer: ‘Tan fuerte, tan cerca’.