Las hombreras, los pantalones de campana, la Wii, las zapatillas con luces, los hamsters como mascota, el Solero, la palabra dabuten. Todos estos ejemplos tienen algo en común: fueron modas, modas pasajeras. Siempre hay algo de aleatorio e imprevisible en lo que hace cuajar a las tendencias, pero también un patrón común en la mayor parte de las modas que se quedan finalmente deshechas como una tortilla de Betanzos: cuando la disrupción es la única razón de ser de una innovación, acaba desinflándose con el paso del tiempo. Terminas por cansarte de tener una espalda que ni Schwarzenegger, unas piernas que se asemejan a unos conos, una consola que te hace parecer que estás en la ‘Ruta del Bacalao’ de madrugada, un calzado difícilmente presentable, un animal enjaulado con poca interacción y un helado que descubres que no sabía tan dabuten. Disculpas, tan bien.
No se trata de que la moda no tenga que ser original, pero la disrupción debe ser siempre una consecuencia, no un fin en sí mismo. Pienso en el carsharing, por ejemplo. Es una respuesta terriblemente innovadora a una necesidad real como el problema del tráfico en las grandes ciudades o a la dificultad para acceder a un coche. Se me ocurren otras tendencias que han terminado por convertirse en hábitos, como la búsqueda de la naturalidad en cada producto, fundamentada en un mayor conocimiento de aspectos relacionados con la salud; el minimalismo como tendencia, capaz de decorar con inteligencia pequeños habitáculos; o muchas otras modas más pequeñas, como el pantalón de pitillo, el traje de baño masculino más corto o el Magnum Double, que tienen en común el hecho de no llamar la atención porque sí.
Las modas más duraderas nunca fueron estridentes. Hoy, en uno de los meses de junio más raros de nuestras vidas, se celebra el Día Internacional de la Ginebra, producto de rabiosísima actualidad en los últimos años en España, un fenómeno único en el mundo. Ya no es sólo el gin&tonic (contigo empezó todo, que diría Gerard Piqué), sino que alrededor de la ginebra se han popularizado varias innovaciones que han venido para quedarse. A bote pronto, pienso en la ginebra rosa, una tendencia que ha adquirido ya la entidad de categoría, pero también en otros combinados que orbitan alrededor de la ginebra, como el descarado Tom Collins o el amargo negroni, la que es posiblemente la gran tendencia de coctelería para el público general. Todos ellos tienen como núcleo la ginebra, todos ellos brillan junto a ella.
Porque esa es una de las grandes cualidades de la ginebra, tal y como lo era de una buena innovación: no tener afán de protagonismo sin causa. Adaptando la frase de Bruce Lee, podríamos decir eso de “Be Gin, my friend”. Pones ginebra a una tónica y se convierte en la tónica; la mezclas con vermut y bitter y se entrega a ellos. Es lo contrario a poner una cebolla en la ensalada, a vestir de rosa en un funeral. Nunca da la nota, pero siempre eleva la nota. Creo que esta década le ha vuelto a encumbrar precisamente por eso, porque ante tantas llamadas desesperadas de atención quizá cada vez más nos vamos dando cuenta de que las cosas simples y transparentes, sin dobleces ni alardes, son las que importan. Una buena ginebra, sencilla, honesta y refrescante. Que para llamar la atención ya habrá alguien que se ponga unas hombreras. Y quizá hasta le queden bien… Una corta temporada.
Kerman Romeo es responsable de Ginebras Seagram’s en Pernod Ricard.