Opinión David Ruipérez

Clonar no es revivir a nuestro perro muerto

Durante siglos se recurrió a oraciones y milagros. Ahora se confía en la ciencia para no perder la compañía de los que apreciamos y queremos.

Cachorros de labrador retriever. (Foto: Chevanon Photography/Pexels)

Decía Borges que la vida es una muerte que viene. Si a lo largo de los años no te has enfrentado al inmenso dolor del fallecimiento de muchos seres queridos será porque son otros los que han llorado tu muerte prematura. Pero quizá sea algo “natural” para el ser humano aspirar a retrasar, evitar o, incluso, revertir, un proceso tan “natural” como la muerte. Durante siglos se recurrió a oraciones y milagros. Ahora se confía en la ciencia para no perder la compañía de los que apreciamos y queremos.

Pero no abramos el melón de intentar revivir un ser humano al estilo Frankenstein. De lo que se habla mucho estos días es de la moda de clonar a nuestras queridas mascotas. Salvo que tengamos una tortuga marina o similar, perros, gatos o cerdos vietnamitas rara vez sobreviven a sus dueños por su menor esperanza de vida. Lo que empezó como la lucrativa aspiración de obtener caballos de las razas más puras para competición ha virado hacia el ámbito doméstico, a clonar a nuestro precioso gatito Fifi para que, tras la muerte del original, tener en casa un animal que comparte un 99,9% de los genes de la mascota perdida.

El precio asciende a unos 55.000 euros y, de popularizarse el proceso, se abarataría bastante, como ha sucedido con los implantes de pelo o de dientes. El controvertido presidente argentino, Javier Milei, sin ir más lejos, convive con cuatro mastines clonados de su fallecido perro. El negocio de la clonación de mascotas parece un terreno en el que invertir, pues las personas han humanizado a perros y gatos hasta el punto de tratarlos como a los hijos que no han tenido.   

Sin embargo, algo debe quedar claro. Ese gato que se parece tanto a Fifi, que comparte casi todo su código genético con el difunto, que aseguraríamos que es Fifi… NO es Fifi. Se trata de otro ser vivo, diferente. Por la influencia de multitud de factores y condicionantes (educación, ambiente, alimento, su propia personalidad…), ese gato puede no comportarse como el animal original. Por supuesto, no sabrá quién es su dueño ni habrá rastro del vínculo afectivo que nos unía con el original. Conclusión: es posible que el resultado de esa costosa clonación nos llegue a decepcionar por completo.

El maestro de la literatura de terror, Stephen King, nos contaba en su célebre novela “Cementerio de animales” –Pet sematary– cómo aquel gato enterrado en el cementerio indio de una localidad de Maine (EE.UU.) vuelve a la vida y regresa con sus dueños al día siguiente, pero algo cambiado. Además de ser más arisco y agresivo, parece desaliñado y huele raro. Ese que ha regresado de entre los muertos no es el mismo que hacía las delicias del niño de la familia.

Los seres vivos son únicos e irrepetibles, lo que sale de un laboratorio no nos tiene por qué ofrecer el amor incondicional ni la fidelidad que nos brindaba nuestra querida mascota. Eso sí, como negocio en una sociedad acomodada del primer mundo, un 10.

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