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Entre amigos: una conversación entre Javier Cámara y Diego Guerrero

La personalidad torrencial del actor contrasta con el sosiego que transmite el cocinero, propietario de los restaurantes DSTAgE y DSPEAK.
Fotografía: Pablo Lorente.

El encuentro entre el actor riojano Javier Cámara (1969) y el cocinero vitoriano Diego Guerrero (1975) tiene lugar en el domicilio de este último, un fabuloso ático de la Gran Vía madrileña, desde el que se disfruta de unas envidiables vistas a la enorme extensión de la Casa de Campo. Sus caracteres, como dirá Cámara en algún momento de la charla refiriéndose a lo que le gusta de sus amigos, se complementan. La personalidad torrencial del actor contrasta con el sosiego que transmite el cocinero, propietario de los restaurantes DSTAgE y DSPEAK.

A los que no somos famosos siempre nos llama la atención que los que sí lo sois parecéis serlo todos entre vosotros. Os vemos coincidir en eventos, en programas de la tele y os saludáis con familiaridad de toda la vida. En vuestro caso concreto, ¿desde cuándo sois amigos y cómo os conocisteis?

Javier Cámara: ¡Ostias! ¿Tú te acuerdas? ¿Fue en el Club Allard?

Diego Guerrero: Sí, en un cumpleaños. Creo que el de Rafa o Maru, y vinisteis a cenar. Yo me emocioné mucho y te pedí que me hicieras una secuencia… y me la hiciste. ¡Encima eras majo! ¡Y desde entonces!

J. C.: Y ha pasado mucho tiempo.

D. G.: Sí, unos quince.

Javier, cuando hablamos de estas conversaciones “entre amigos” comentaste que tú habías cerrado hace bastantes años tu empresa. ¿Por qué lo hiciste?

J. C.: Pues porque es un coñazo. Si eres actor y dejas de producir cosas, no tiene sentido seguir siéndolo. Además, Mariano Marín y Ángel Ruiz, que eran mis socios, se separaron como pareja artística, y ellos eran nuestro principal fondo de trabajo, así que cerramos. Después, eso sí, de una grandísima persecución a los actores y sus empresas que hubo por parte de Hacienda.

A mí la palabra “empresa” me suena muy lejana. Yo fui empresario porque era necesario para hacer lo que quería hacer y, para eso me tuve que constituir como empresa. Yo conocí a Mariano y Ángel, y entré a formar parte del “trío”. Mis primeras direcciones las hice ahí. Fue un proceso muy bonito; producíamos teatro y cine, pero yo no me daba cuenta de que era empresario. Había un gestor que nos hacía las cuentas y era el que nos decía que nos lo habíamos gastado todo y que no habíamos ganado nada. (Ríe).

Es algo que asusta un poco. Nosotros, como mucho, tuvimos cuatro o cinco personas, salvo cuando teníamos funciones de teatro, que podíamos ser quince. Yo andaba siempre preocupado: ¿y si todo esto se para? ¿y si tenemos un accidente? He visto a mi madre tanto tiempo siendo autónoma, con una tiendita en el pueblo, para luego tener una pensión [de jubilación] espantosa. Lo que le daban por su jubilación era menor que lo que le daban de viudedad… Cerramos la empresa por la persecución absurda: tuvimos varias inspecciones, pero no tuvimos que pagar nada, pero los sustos que nos daban no compensaban.

Y tú, Diego, ¿eras ya empresario en la época en la que te conocí, en el Club Allard?

D. G.: No. En el momento en el que decido que quiero contar mi historia y conquistar mi propia parcela de libertad es cuando tuve que hacerlo. Me ofrecieron seguir gestionando restaurantes de otros, dirigir, pero a mí me parecía que era como ser piloto de Fórmula 1 y cambiar de escudería. Y yo, para contar lo que quería contar, necesitaba ser el dueño de la escudería.

J. C.: ¡Qué bien suena eso! ¡Para FORBES suena muy bien! (Ríe). Pero es que, como concepto, también es muy bueno. Yo jamás hubiese pensado eso para hacer un trabajo por mí mismo. Me gusta que mis amigos hagan esas metáforas tan ambiciosas.

D. G.: Pero es la verdad. Yo, al final, quería elegirlo todo. Lo único que no tenía era dinero… Pero en la cabeza tenía muchas ideas. En el camino fueron surgiendo socios potenciales, pero la decisión final fue, también, que no…, porque viniendo de donde venía tenía que intentar que el 100% de las decisiones tomadas fuera mío.

J. C.: Y cuando saliste del Club Allard, ¿cómo lo hiciste?

D. G.: Cuando salí no tenía claro nada. No tenía claro, siquiera, si iba a seguir cocinando. Nada. No salí quemado, porque no es esa la palabra, pero había pasado doce años con el acelerador pisado a tope y con la sensación de que… no es que me hubiera perdido cosas, porque disfruté mucho de esos doce años, pero sí era consciente del desgaste. Llevaba doce años sin parar, todo había ido bien, con un objetivo, pero…

J. C.: ¿No te daba reparo dejar atrás las dos estrellas Michelin? Porque las estrellas pertenecían al restaurante…

D. G.: Al principio, un poco; pero después fue justo al revés: me sentí muy liberado. Tenía la sensación parecida a cuando me vine a Madrid: “tengo una profesión en la que con dos manos, cabeza y corazón, nunca me va a faltar de comer”. Esa frase me la he repetido siempre que he tenido un momento duro, cuando todo se tambalea y piensas que lo vas a perder todo y se va a ir la vida a la mierda. Y sé que a mí, de comer, nunca me va a faltar, porque sabiendo cocinar, alguien te dará trabajo. La comida, la gastronomía, no se va acabar nunca.

J. C.: Yo tengo amigos que cubren facetas que yo no tengo. Para que me complementen. Y yo admiro mucho de ti lo hormiguita y organizado que eres. Yo no soy muy currante…

D. G.: Yo siempre he pensado que suplo mis carencias de talento o genialidad con trabajo. Soy de pico y pala y soy de fondo. Yo creo que eso viene de atrás, de los valores de la cocina vasca. Yo soy de donde me formé y que mi trabajo hable por mí… Cuando nos dieron la segunda estrella en el Club Allard hubo un periodista que nos apodó “la revolución silenciosa”, porque nunca habíamos hecho ruido, nos limitábamos a trabajar y, de repente, ya teníamos dos estrellas. Y ya había lista de espera. Y se nos ocurrió hacer una tarjeta de visita comestible, que ponía “¡Bienvenidos a la revolución silenciosa!”.

J. C.: ¿Fue un flechazo DSTAgE? Porque la sensación que uno tiene al entrar es la de que entras en tu casa.

D. G.: El local, sí. Lo hicimos todo nosotros. Hubo unas tres opciones de locales y la magia de ese patio interior, con ese lucernario, cuadraba con la idea que yo me había ido haciendo en mi cabeza. Quería que la cocina se viera y que la gente nos viera trabajar y que pudiera entrar en la cocina. Quería que pasaran muchas cosas y lo hemos ido moldeando. Y encontrar ese espacio fue determinante.

J. C.: Luego has hecho muchas otras cosas estupendas, que si las quieres contar a mí me fliparía. Pero cuando veo a alguien con tu talento y con las proyecciones que hay en tu cabeza, ¿dónde te quieres ver? No donde te ves, sino dónde te quieres ver… ¿Te gustaría seguir en España? ¿Irte fuera? ¿Hacer un hotel? Porque encanta tu cabeza y lo rápido que imagina cosas.

D. G.: Con la edad las prioridades van cambiando. La mirada te cambia. Mi objetivo es ser feliz…

J. C.: ¡Eso lo queremos todos!

D. G.: Sí, pero cada vez cobra más importancia y eres más consecuente. Y ser feliz es hacer lo que te hace feliz al ritmo que te hace feliz. No es un estereotipo marcado o un cliché. No es la competencia. ¿Me gustaría la tercera estrella Michelin? Sí, claro. Sería mentiroso o absurdo si te dijera que no: sería una culminación preciosa de una carrera, que seguimos… Siempre tiene que haber inquietud. Pero lo importante es desde dónde lo buscas y miras todo eso.

Yo ya estoy supersatisfecho con lo que hemos conseguido.

J. C.: ¡Y yo estoy supersatisfecho por ti!

D. G.: (Ríe) ¡Y yo por ti! Yo también he visto cómo a ti te han llegado retos enormes, difíciles, con decisiones complicadas y las has resuelto. Tú has hecho tu “viaje”, has cruzado tu desierto, lo has pasado mal solo y te las has apañado solo. Y digo “solo” porque las decisiones son de uno… Puedes estar rodeado, pero lo que decides te lo comes tú y tienes que salir adelante. Admiro ese crecimiento personal que yo he visto en ti, y ese subidón de poder hacer lo que quieres, que en el caso de un actor no es nada fácil situarte donde puedes elegir. Tú tienes mucha voz y te dejan hacer y eso creo que es lo que todos buscamos y ansiamos.

J. C.: Creo que los dos estamos en un momento de la vida súper bonito: de mucho trabajo, pero hemos conseguido hacer de nuestro placer trabajo. Algo que es, por otra parte, peligrosísimo, porque no mides las horas y luego te llega un ataque de estrés de cuatro meses, en los que te entran mareos, te caes por los suelos, te tienes que medicar… Y te dices: “pero si yo me lo estaba pasando muy bien”… Hablas de la felicidad, y me gustaría que lo cumpliéramos.

D. G.: Por eso te decía que hay que saber parar. Hay que saber salir de la cocina para volver a entrar en ella. Si estoy siempre en la cocina, si solo hablo con cocineros, si sólo me preocupan las listas o los premios me empobrezco muchísimo, porque no pienso bien y sólo pienso en qué quieren los demás que haga yo para estar ahí.

Es cuando hablo contigo o cuando hablamos con amigos que no tienen nada que ver con esto –o tienen que ver, porque te conocen y hablamos lenguajes muy parecidos– cuando surge la creatividad, la chispa o la expresión. Eso te enriquece mucho más y te hace ver que quizá hay otro camino para hacer las cosas.

J. C.: Pero mira que, siendo tan felices, entre comillas, tan realizados en nuestros trabajos, tan llenos de retos, con tantas iniciativas, queremos “recuperar” la felicidad, que se supone que ya la tenemos… ¿En qué consiste eso que nos falta? Te voy a decir una cosa: yo tengo amigos a los que veo apenas cuatro veces al año… ¿Qué mierda es esta? ¡Yo quiero estar más tiempo con esta gente! Tengo amigos, pero poco tiempo… ¡La gente que quiero está súper lejos! Y eso se puede extrapolar a tu pareja o a tus hijos. Estamos todos buscando otra cosa que no es lo que tenemos… ¿Qué pasa?

D. G.: Hay que encontrar el equilibrio, porque si sólo estás con amigos, tampoco serías feliz. Querrías hacer cosas. Mi trabajo me lleva muchas horas, pero me compensa todo lo bueno que me aporta a lo malo. Hay que tener tiempo para hacer las cosas que te gustan y no sólo las cosas de trabajo, pero también disfrutar del trabajo.

Con respecto a lo que decías al principio, yo tampoco tengo vocación de empresario. Por no saber, no sé ni lo que es un Excel. Ser empresario es una obligación para hacer lo que quiero hacer, que es decidir que tu restaurante lo abres cuatro días y lo cierras tres, y pensar en que el equipo tenga calidad de vida, con unas jornadas laborales adecuadas, que puedan tener un puente. Esas decisiones no las toma un empresario con cabeza de empresario: las toma alguien que tenga más corazón que cabeza de empresario, porque no estás pensando sólo en el retorno económico, sino en el ecosistema. ¿Por qué? Porque yo formo parte de él: estoy currando dentro y ves las caras de la gente y la tuya propia. Tenemos que conseguir hacer algo para que todos estemos bien y, lógicamente, que la empresa tire para adelante.

J. C.: Lo que yo he detectado en los últimos tiempos es que ahora hay más creativos que controlan los presupuestos. Ya no hay tanta rentabilidad por la rentabilidad. Eso también es producir. Y me gusta escuchar.

Las empresas tienen que dar beneficios, porque hay un encaje de bolillos brutal y hay que hacer que todas las piezas encajen. Y yo, de todo eso, nunca quise darme mucha cuenta. ¡Y así nos fue!

D. G.: Necesitas esa gente que controle, porque lo que yo quiero para mí es cocinar y estar en la cocina. Y tengo la suerte de tener un gran equipo que me ayuda en todo para que yo pueda “comprar” el tiempo que necesito para cocinar.

Yo no tengo una gran ambición empresarial. Yo no quiero extender DSTAgE por el mundo, ni tener diez restaurantes ni abrir en Nueva York. Yo hice DSPEAK porque echaba de menos cocinar otras cosas. DSTAgE es muy creativo, muy conceptual, con un mensaje, pero echaba de menos cocinar algo más sencillo, unos pimientos asaditos, las albóndigas de mi madre o el apionabo. Y lo abrí a cien metros de DSTAgE para poder saltar de uno a otro. A mí me gusta salir con el delantal por el barrio y poder cocinar en un sitio y en otro. Yo, ahora mismo, no quiero hacer nada más. ¡Si mañana me da por hacer bocadillos…!

J. C.: ¿No tienes necesidad de una casa de campo con piscina para tus amigos?

D. G.: (Ríe).

¿Haríais negocios juntos?

J. C.: Es muy complicado hacer negocios juntos. Ahí se acaba todo. Cada uno tiene que tener muy claro qué es lo que hace.

D. G.: Si yo me lo pudiera permitir, me gustaría meter el pie en el negocio de la producción contigo… Pero sería raro. Si no es necesario, la amistad está bien como está.

J. C.: Yo no haría ningún negocio contigo, y te lo digo con cariño: yo me iría contigo mañana a cualquier parte y hasta te pediría que me decoraras mi casa, pero nuestra amistad se sustenta en algo mucho más interesante…

D. G.: ¡En el no interés!

J. C.: Si ya disfrutamos juntos, para qué meternos en complicaciones. Tenemos amigos que tienen más negocios. Estamos bien cubiertos.

D. G.: Nos gusta más apoyarnos mutuamente y disfrutar de lo que hace el otro.

J. C.: Lo que sí es cierto es que me gustaría que nos viéramos más. Yo este año estoy haciendo esfuerzo por verme más con toda la gente a la que quiero. Tengo 55 años y me he propuesto que las tomas de decisión, si puedo decidir, no me hagan perder de vista a la gente que quiero: mis hijos, mi pareja, mis amigos… La gente que me hace crecer.

Sí es cierto que a mí me encantaría aprender de tu proceso creativo. ¡Es que ha habido veces que has estado creando a razón de un plato diario! ¡Tú tienes una imaginación desbordante!

D. G.: La parte que es jodida es esa: toda la energía que te quita ser empresario. Hay días y hay semanas en las que sólo resuelves problemas y tapas agujeros. Cuando pasa eso, no me gusta mi profesión y quiero huir, pero no puedo huir, porque soy yo el que tiene que resolver los problemas. Pero cuando puedo crear, soy feliz.

El problema de ser empresario, y sobre todo un empresario pequeño –el empresario grande tendrá otros problemas, seguramente mayores–, son la infinidad de pequeños problemas, que son como la gota malaya que te va minando: “hoy se ha roto el termo y el suelo está inundado”, “se ha caído la persiana”, “no puede venir fulanito porque está malo”… Yo he creado un horario de miércoles a sábado y cuando llega el miércoles voy acojonado al trabajo, temiéndome qué puede haber pasado, porque sé que me va a tocar gestionar problemas. Los domingos, lunes y martes, o viajo por trabajo o hago gestiones, u otras cosas y el equipo descansa.

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