Desde pequeño, he tenido claro que, si me tocase luchar cuerpo a cuerpo en una guerra, tardaría dos segundos en tirarme al suelo y fingir mi muerte. Buscaría alguna pose creíble, me pondría a algún compañero caído encima y, simplemente, esperaría a que mi bando venciese para, acto seguido, recuperarme milagrosamente, como Neymar Junior cuando cae en el área. Debo reconocer que ante las cosas que implican un peligro físico suelo acobardarme, intento evitarlas. Recuerdo que, cuando jugaba al fútbol (para fortuna de todos, lo dejé en época cadete) y había que formar barrera, yo hacía todo lo posible por no estar en ella. Me asustaba mucho la posibilidad de que mi zona noble recibiera un pelotazo que pusiera en riesgo mi futura descendencia, con lo que buscaba otro rocambolesco rol para el que no servía, pero que protegía algo más mi integridad.
Sin embargo, con el tiempo me fui dando cuenta de algo que, no por no tener ninguna validez científica, dejaba de ser verdad: un balonazo en la entrepierna era muy intenso y dolía mucho, pero los peores momentos los pasaba con pequeños toquecitos cuyo dolor se iba incrementando progresivamente. Sé que carece de cualquier sentido, pero estoy convencido de que a muchos os pasa; ese pequeño roce, ese sutil golpe no sólo es más humillante, sino que su dolor es más marcado y tan creciente como el último “Vincerò” de Pavarotti en “Nessun Dorma”. Por tanto, acabas sufriendo más y, sobre todo, frustrándote el doble, porque quejarse no está tan justificado y porque hay poco que hacer para evitarlo, dada su imprevisibilidad.
Realmente, pasa un poco como con los golpes que nos va dando la vida. Tememos los embistes más graves, pero son los pequeñitos los más habituales y, sobre todo, los que más nos cuesta encarar. Frente a las grandes batallas, esas tan visibles como un pelotazo en la parte de adelante, que diría Calamaro, todos sacamos fuerzas para afrontarlas y, sobre todo, al ser tan visibles, a uno no le queda otra que reconocer el dolor y dar la cara. Pero son los pequeños toques, las minúsculas afrentas, las que más nos cuesta coger por los cuernos. Un gesto que no nos gusta, pero que, como es tan pequeño, no merece la pena hablarlo; una discusión que evitamos y que va construyendo jurisprudencia, aunque no lo sepamos; el detalle que para ti era importante y que el otro no cumplió.
El dolor de todas estas cosas es aparentemente menor, pero quizá haya que temerlo mucho más, porque su efecto es progresivo, la capacidad para evitarlos es mínima y, sobre todo, pedir que te atiendan por ellos es mucho más complicado que cuando te dan un pelotazo en la barrera. Hay guerras que hacen mucho ruido en las que fingir que uno ha caído es muy fácil, pero la mayoría de las que nos toca afrontar son silenciosas y, sobre todo, muy agudas. Tanto, o más, que la voz del tenor más famoso del último siglo. “Nessun Dorma”. Que nadie duerma.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.