Una vez le pregunté a un psicólogo infantil por qué los adolescentes preferían pasar horas viendo cómo un gamer profesional retransmitía sus partidas de Minecraft o Fortnite antes que disfrutar jugando ellos mismos a esos videojuegos. Por entonces escribía un libro sobre el uso de las redes sociales en los menores –Mi vida por un like- y aquel profesional de la mente me contestó algo así como: “¿Acaso no prefieres tú ver jugar a Messi o a Ronaldo por la televisión en lugar de bajarte al parque a echar una pachanga con tus amigos?”. Razonamiento impecable y constatación de que todo ese mundo de chicos y chicas sentados ante varias pantallas en una enorme silla ergonómica pertenece a otra generación.
Los llamados eSports son un mercado con unas perspectivas de crecimiento brutales e incluso los promotores de deportes tradicionales están invirtiendo en este campo por si acaso el negocio de los atletas “de carne y hueso” –ya sean jugadores de fútbol, fútbol americano o baloncesto– va perdiendo pujanza, algo nada descartable. El caso es que actualmente las competiciones profesionales de videojuegos mueven más de 1.600 millones de euros al año, cifra que al menos se duplicará entre 2027 y 2030. Dicho esto, vamos a hablar de su lado más humano.
Hace unas pocas semanas, escuché en una emisora de radio una entrevista con el director y guionista, Javier Fesser. Promocionaba su última película Campeonex, la secuela de la popular Campeones (con s al final). Fesser tiene un talento innato para despertar emociones sin artificio y fundirlo con algo de humo, desde la originalidad de El milagro de P.Tinto, al drama extremo de la polémica Camino. La última no he podido verla, pero como todo el mundo sabe aborda como la anterior el tema de la discapacidad. No recuerdo los derroteros de esa entrevista, pero el cineasta habló de cómo los eSport pueden hacer más por la integración de algunos colectivos y su bienestar emocional que las más costosas campañas de concienciación.
No mucha gente se habrá parado a pensarlo, yo tampoco. Cuando una persona está jugando una partida contra otra –que quizá se encuentre a miles de kilómetros de distancia– o en el seno de un enloquecido grupo de gamers que se insultan mientras vacían su cargador, toda diferencia se borra. Da igual que tengas medio cuerpo paralizado, problemas de dicción, el 75% de la cara quemada o una discapacidad intelectual. Jugando desde un ordenador todos somos iguales, los demás contemplan tu avatar, creado como quieres que te vean, te mueves en un mundo sin barreras, donde nadie te puede estigmatizar, ni rechazar por tu condición física o circunstancias vitales, donde se puede gozar de una cierta libertad, eliminar tabúes, miradas incómodas o rechazo social. Todo ello no debería existir en el mundo real, pero existe. La educación en tolerancia, la solidaridad, el respeto son valores que penetran en las sociedades avanzadas, pero muy lentamente. Los videojuegos pueden hacer más corto el camino.