Lo malo que tienen las sospechas es que se suelen terminar confirmando. Hace unos meses escribía en esta columna de los lunes que barruntaba que los que nos dedicábamos al marketing seríamos considerados como mentirosos; nunca pensé que tan poco tiempo después un estudio de Ipsos (ver abajo) viniese a confirmármelo. En él, se muestran las respuestas de un número representativo de personas que dan su opinión sobre la probabilidad de decir o no decir la verdad en función de la profesión. La enfermería sale muy bien parada, por ejemplo; parece lógico que, si te has roto un brazo, no te digan que en realidad tienes una rotura en el recto anterior. Científicos, profesores, ingenieros, ¡incluso abogados!, aprueban con nota. Pero, como centrarnos en lo bueno tendría poca gracia, es en esas profesiones calificadas como mentirosas, especialmente en la mía, donde me detendré.
Los banqueros, en el punto de mira desde 2008, los grandes propietarios, los futbolistas profesionales, que no sé muy bien qué pintan aquí, o hasta los periodistas tienen mejor relación con la verdad que la gente que se dedica a la publicidad, parte determinante del marketing. Es que incluso los políticos, con sus verdades interesadas, sus interminables cuitas y su nulo cumplimiento de los programas electorales, documento sustitutivo del papel higiénico, están por encima de ese gran nosotros que compone la industria de la publicidad. En resumen, que la gente nos ve tallados en madera y con un padre llamado Gepetto, que el ciudadano de a pie espera hallar más verdades en el Congreso que en un anuncio. Antes se pilla al que se dedica a la publicidad que al cojo, que dice el actualizado refranero. Quizá lo más llamativo de todo es que cuesta encontrar a alguien, especialmente dentro de la profesión, a quien estos datos le sorprendan.
Hablamos de una sospecha que era casi una certeza, aunque siento que esta asociación entre publicidad y mentira no ha hecho otra cosa que crecer, como Roberto Dueñas o como Tom Cruise en las fotos, a lo largo de estos últimos años. Como si estuvieran espoleados por estos datos que tan en evidencia nos dejan, muchos responsables de marcas o de agencias se han lanzado a buscar nuevas razones de corte altruista con las que enamorar a los consumidores, que cada vez realizan compras más conscientes. El resultado: no han hecho otra cosa que acentuar el problema.
Enmarcado dentro del propósito, una palabra desgastada a los cinco años de vida, se ha buscado rápidamente defender causas, por muy ridícula que sea la vinculación. A nadie le sorprendería ya que un ansiolítico abogase por la paz en el Tíbet o que una cerveza polaca fuese la gran protectora del oso panda chino. Cosas más raras se han visto. Hay excepcionales casos genuinos o marcas que en su ámbito tienen un impacto positivo reseñable con acciones claramente comprensibles, pero hay otros tantos ejemplos de conexiones extrañamente aceptadas y, lo que es peor, sorprendentemente premiadas. El palmarés del último festival de Cannes es buena prueba de ello. Confundimos ser marcas responsables con inventar causas.
Puede que la fórmula más efectiva para empezar a revertir los datos de ese maldito gráfico sea recuperar el orgullo por el motivo por el que nace nuestra profesión: ayudar a las compañías a vender más. No deberíamos sentir ninguna vergüenza, que a ratos da esa sensación, por hacer algo tan noble como intentar persuadir y convencer a los consumidores de las bondades de nuestro producto o de nuestras marcas mediante un mensaje sugestivo. Volvamos al principio, recuperemos la cordura, nunca perdamos de vista lo que estamos vendiendo y, si queremos tener acciones de impacto positivo, que tan necesarias son, que sean de verdad y tengan sentido con lo que hacemos. Aún estamos a tiempo de tallar una profesión mejor. Si no lo hacemos, será difícil ocultar una nariz tan larga cuando salgamos a dar un paseo.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.