Tendría entre siete u ocho años cuando vi por vez primera ‘El Resplandor’, de Stanley Kubrick. Fue uno de mis primeros actos de rebeldía, aunque quizá sea mucho calificativo para un mocoso que aún no tenía la altura necesaria para montar en el Dragon Khan. Lo hice contra la voluntad de mis padres, que sabiamente querían, entendí después, prevenirme de fobias venideras e inteligentemente asegurar que su sueño no fuera perturbado por su hijo noche sí y noche también. Por algún motivo que no viene al caso, no había nadie en casa; o quizá solo mi hermano, que con 12 años tenía cosas más interesantes que hacer que cuidar de mí, como jugar al PC Fútbol o al Crash Bandicoot.
Me gustaría narrar más épica, yo que sé, que hubiera tenido que robar alguna llave para encontrar la cinta de vídeo, pero, simplemente, cogí el prohibido VHS y lo puse, tragándome las dos horas de la película que me cambió la vida, seguramente para mal. Ese triciclo por los pasillos del Hotel Overlook, la cara de Jack Nicholson volviéndose loco, esa anciana pudriéndose al salir de la bañera y, por supuesto, las dos gemelas al fondo del pasillo queriendo jugar contigo para siempre. Siempre. Hasta el doblaje me daba miedo, actualmente por otros motivos. La película agredió tanto a mi subconsciente que todavía hoy tiemblo cuando alguien dice “no por mucho madrugar amanece más temprano”.
Fueron años complicados los que siguieron al visionado de esta obra maestra, que este mes de diciembre cumple 40 años desde su estreno en España. Mi familia intentaba convencerme de que sólo era una película creada por un señor llamado Stanley, de que en realidad eran actores que interpretaban un papel y que volvían a casa sin ningún hachazo recibido. Pero no servía de nada. Jack Torrance seguía ahí. Siempre había estado ahí.
Como los móviles no sólo nos escuchan, sino que leen nuestra mente, el otro día me topé con la foto que ilustra este texto mientras vagueaba de link a link y recordé esta historia que os contaba. En la imagen se ve la icónica escena en la que Jack Nicholson, ya loco perdido, amenaza a Wendy con un bate en las escaleras del hotel. La diferencia es que la instantánea abre el plano para convertirse en una foto de rodaje y no en un fotograma de la película, con lo que vemos todas las cámaras, micrófonos, ayudantes e incluso otros invitados. Stanley Kubrick observa atento la escena. Somos testigos de las tripas de la película. Y yo, de repente, perdí todo el miedo que tenía a ‘El Resplandor’. No había sido capaz de imaginarme la situación que planteaba la imagen cuando era pequeño, pero verla tuvo un poder curativo. El miedo, esa emoción tan perversa, había desaparecido. Albricias.
¿Albricias? La emoción se había desvanecido. Era algo que me hacía daño, de acuerdo, pero también me hacía sentir. Tener la certeza de que todo estaba filmado le quitaba su capacidad para aterrar, pero lograrlo implicaba muchas cosas, como que también había alguien gritando “¡Corten!” cuando Roberto Benigni camina hacia la cámara de gas en ‘La vida es bella’ o que las cámaras franqueaban a François Pignon cuando gritaba “Allez Olympique” en ‘La cena de los idiotas’. Cuando lo pienso me hace menos gracia, al igual que la película de Kubrick me da menos miedo. O quizá me haga gracia de otra manera, porque ahora lo veo ridículo. Un vodevil. Hasta me imagino a Jack Nicholson haciendo una pausa para ir al servicio en medio del rodaje. Descubrir el truco es un chasco. Saber que las cámaras rodean a los mejores momentos les quita toda la emoción. Ver que Stanley Kubrick estaba ahí fue una decepción.
Y un aprendizaje para el día a día. Es mejor ser actor que pasar a ser director o cámara. Aunque interpretemos un papel, por lo menos lo estamos protagonizando. Sin embargo, tengo la sensación de que muchos están cambiando el rol a director de los mejores momentos de sus propias vidas. Me espantan aquellos que graban, en vez de sentir, cómo un coche de rally pasa por la curva en la que para estar han tenido que madrugar, los que se muestran más preocupados por la nitidez de la imagen del vídeo de su parto que por el propio alumbramiento, los que sacan la cámara como un vaquero un revólver cuando el cantante interpreta su tema más reconocible. ¿Merece la pena rebajar la intensidad del momento sólo por tenerlo guardado? Ojalá pudiéramos ver nuestra estampa ejerciendo de directores de estas situaciones. Entenderíamos la ridiculez de nuestra conducta. Una foto de una película que vi furtivamente me enseñó que es mejor sentir, aunque sea miedo, que no sentir nada.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana.