Estamos construyendo un mundo peor. Literalmente. Arquitectónicamente hablando. Una simple vuelta por las calles de cualquier ciudad sirve para comprobarlo. Allá donde hay una obra, hay una nueva atrocidad. Placas que imitan al óxido, simulaciones de madera, gigantescas cristaleras semiopacas, puertas metálicas enormes con números sin serifa, ausencia de columnas… Todos los nuevos edificios son muy similares y, por qué no decirlo, muy feos. Me cuesta creer que sea una apreciación subjetiva. Uno los compara con las construcciones que ya cobrarían pensiones (veremos en unos años) y la evidencia salta a la vista: no hay vocación de belleza.

Siempre que me encuentro con un arquitecto le pregunto lo mismo: ¿Por qué ya no se hacen edificios como los de antes? Una vez se toman en serio la pregunta, siempre afloran los mismos argumentos: producir como antaño tiene un coste económico y medioambiental enorme, inasumible; hoy en día existen mejores materiales aislantes, algo que rebato esta apreciación: los portales de las nuevas obras nunca son tan frescos; construir como antes es demasiado lento; y, el más equidistante de todos, que cada época tiene su estilo. Puede ser, pero hasta el chándal olímpico español de la marca Bosco tenía más clase que las construcciones actuales. Me cuesta imaginar a generaciones venideras dejando de recrearse por el ensanche barcelonés y venerando las moles que invaden nuestras ciudades.

Parece que se ha perdido el anhelo de crear cosas bellas en pos de la funcionalidad. Algo así debería servir como alerta para otras disciplinas, como, por ejemplo, el marketing. La capacidad para almacenar, distribuir, acotar y, sobre todo, medir el dato, nos convierte en esclavos del sistema. El número se convierte en un fin en sí mismo. Celebramos una maximización de los impactos, veneramos cifras que supuestamente hacen más eficiente una campaña, evitamos soportes que no se pueden medir y, en resumen, nos olvidamos de qué era lo que hacía bonita nuestra casa. Y nuestras ciudades están cada vez más llenas de estas construcciones.

En realidad, no se trata de escoger un modelo u otro, nadie nos obliga. Pero está bien recordar de vez en cuando que, por muy eficiente y medible que sea algo, nunca será memorable si no tiene magia. La conclusión no es que mañana invadamos un país y explotemos nuevas canteras o que tardemos un siglo o más en construir, a lo Sagrada Familia. Tal vez solo no debamos perder de vista que alguien observará lo que hacemos y se sentirá agradecido cuanto más bello sea, aunque no pueda explicarlo científicamente, con datos. Por suerte, Oscar Wilde resumió todo mejor: “La belleza es muy superior al genio. No necesita explicación”

Feliz lunes y que tengáis una gran semana.