Una compañera de trabajo me contó hace un tiempo una curiosa historia que le sucedió años atrás. Se dirigía en coche a una reunión importante a la que llegaba apurada y, como pasa casi siempre que uno tiene prisa, algo se torció. El depósito de gasolina estaba en la reserva y, a pesar del retraso que le supondría, se vio obligada a parar en una gasolinera para repostar a todo correr. Con el agobio en el cuerpo, uno de los peores demonios que se le puede meter a cualquiera dentro, corrió a por la manguera y rápidamente intentó abrir la tapa que cubre ese orificio siempre grasiento que humaniza cualquier coche. Algo pasaba. No cedía. Los segundos que avanzan. El olor a gasolina mezclado con el calor de Madrid. Qué horror. Tira y tira y nada. La imagino empujando hacia dentro, por si el sistema fuera otro… Pero nada.
De repente, un coche para en el surtidor contiguo. Un cochazo. Del asiento del piloto sale un señor de mediana edad, alto y espigado, de cabeza abovedada, bien vestido, casi apuesto o apuesto a su manera. Se acerca hacia mi compañera con la parsimonia de los más decididos. Le obsequia con una sonrisa que le rasga los ojos y le dibuja unas patas de gallo de veterano con anécdotas que contar y también algo más valioso todavía, una pregunta en forma de regalo formulada con un castellano lleno de acento francés: “¿Has probado a quitar la llave?”. No dice nada más, pero ya no importa llegar tarde; las pulsaciones están altas, pero por otro motivo. Zinedine Zidane, que todavía por aquel entonces era “sólo” uno de los mejores jugadores de la historia, asistió con su precisión milimétrica a una persona en apuros.
Recordé esta historia el lunes pasado, mientras observaba al entrenador galo en el área técnica del Nuevo Los Cármenes en un sufrido partido contra el Granada. Ligeramente cabizbajo, enfundado en un impoluto traje azul marino y con las manos en los bolsillos, daba algunas instrucciones y, de cuando en cuando, sonreía a algún pupilo o rival. Su victoria le coloca a un paso de rematar la faena, como finalmente podrá hacer este jueves en el Alfredo Di Stefano (por favor, qué raro está siendo 2020). Si el Real Madrid vence al Villarreal, ‘Zizou’ proclamará al equipo campeón de Liga, ganando así su segundo título doméstico como entrenador, primero en su segunda etapa al frente del club y sin la estrella que capitalizó el anterior. Su grito al concluir el partido en Granada mostró la liberación que produce el alivio, una sensación cercana a cuando termina una larga reunión en la que has bebido más agua de la cuenta. Zidane, un entrenador memorable al que muchos tienden a infravalorar, está a punto de ganar otra vez en el torneo de la regularidad.
Da la impresión de que al de Marsella siempre le ha acompañado un “Sí, pero…” en su papel en los banquillos, cuando no un muy poco razonable “¡Qué suerte tiene!”, como si fuese la reencarnación de Vanderlei Luxemburgo, a quien su flor le duró realmente seis minutos. A Zidane no le ha valido con el hito histórico de ganar tres Champions League seguidas, porque siempre ha habido una excusa con la que mandarle a un segundo plano, como si fuese Ed Harris, con quien, por cierto, comparte el hecho de no haber visitado Turquía, al menos por motivos capilares. Hay quien parece que considera una casualidad histórica el palmarés del francés como gestor del equipo. Hay de todo, como en botica, que suele decir mi madre. Lo que siempre me ha maravillado es cómo ha encarado Zidane este menosprecio, haciendo gala de su principal virtud como futbolista, ahora como entrenador y supongo que como persona: la elegancia.
El Zidane futbolista fue para toda una generación el icono del buen gusto, de la distinción. Con una zancada de atleta de larga distancia y esa calva onopkiana de los 90, siempre lo seguías por el campo sin necesidad de buscarlo. Era como Ricardo Darín en el cine, el foco se posaba sobre él sin necesidad de pedirlo, su magnetismo imantaba tu mirada a sus discretas botas, que ora controlaban el balón, ora hacían una característica ruleta que seguro inspiró al presentador Jorge Fernández. Siempre como si fuera fácil, sin pensarlo demasiado. Esa templanza, esa elegancia, es el nexo común que mantienen el Zidane futbolista y el entrenador. Sin la necesidad narcisista que otros tienen de dividir o sin poseer un libreto inflexible, el francés ha alcanzado un éxito irrebatible a través de la moderación, del respeto a sus compañeros de profesión, de no mostrar su solapa de galones en el vestuario sin que nadie se lo pida.
Porque la elegancia es eso. Es no tener que explicar quién eres o cuáles son las batallas en las que ganaste, sino que sencillamente se sepa. Ser elegante es conseguir la mejor nota sin dar la nota porque la elegancia siempre se nota. Es dar la sensación de que llevas toda la vida preparado para ello sin la necesidad constante de reivindicarte. Ser elegante es enfundarse un traje y que al hacerlo desaparezca cualquier arruga. Ser elegante es que una sonrisa inocente y un “¿Sabes?” con acento francés calmen los momentos de turbulencia. Ser elegante es ir por delante de los avatares de la vida, marcharte cuando consideras que no puedes dar lo que crees que debes dar y volver por la puerta grande cuando quieres. Ser elegante es que tu temple amanse a un circo de egos. Ser elegante es actuar como un gestor que potencia lo mejor de los suyos haciéndoselo descubrir a ellos mismos. Porque ser elegante la mayoría de las veces no es otra cosa que sonreír y enseñar a cualquiera aquello que no es capaz de ver, ya sea un pase, una jugada de estrategia o cómo echar gasolina a tu coche.
Kerman Romeo es especialista en Marketing.