Del currículum de Jean-Luc Moullet, director de innovación del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), el equivalente francés a nuestro CSIC, no sólo llama la atención su diversidad de destinos profesionales.
Y eso que, para tratarse de un ingeniero de Minas de formación, no está nada mal: entró en el Departamento del Tesoro, representó a Thomson-Technicolor en San Francisco y en Los Ángeles y la convirtió en líder mundial de soluciones de trazabilidad de contenidos digitales para medios de comunicación, ha dirigido una empresa de TI de salud y ha gestionado el Programa Inversiones para el Futuro (PIA) de la Presidencia de la República.
Pero podría decirse que su dedicación clave, visto el puesto que ocupa en la actualidad, fue la más breve. A mitad de su periplo, se convirtió en asesor para asuntos industriales del ministro de Defensa francés.
Hoy, su responsabilidad incluye la filial nacional de transferencia de tecnología CNRS Innovación y la red de oficinas de colaboración. En otras palabras, es el hombre que vigila el uso que van a hacer las empresas de la I+D que producen sus investigadores.
Este otoño está sirviendo para que destacados altos cargos del Gobierno de España se pongan al día, en algún caso en sesiones de cuatro jornadas de formación a cargo de expertos de nuestros mejores think tank, sobre el cambio de las reglas de juego en el tablero mundial. Europa, Estados Unidos, China, Japón, han cruzado dramáticamente los destinos del conocimiento científico y la I+D, con los del comercio y con los de la hegemonía geopolítica.
Los planes para crear un Comité de Seguridad en la Investigación en el CSIC parecen seguir la estela de su homólogo francés. Será algo así como un servicio de antiespionaje, aunque no sólo encargado de evitar que alguien robe las ideas de nuestros científicos. La UE quiere garantizar que las empresas, que exportan e importan desde antes de Marco Polo, no sean las causantes involuntarias de una fuga de tecnología.
La Comisión Europea lanzó un contundente programa de seguridad económica, especialmente focalizado en proteger una serie de sectores denominados críticos, a finales de 2023. Desde entonces toda su visión de lo que pueda ser el mercado gira en torno a esto.
En uno de los documentos fundamentales de esa estrategia se asocia el riesgo de fuga de tecnología a la aplicación del Reglamento de control de la inversión extranjera directa (IED), a lo que llama “Kit de herramientas para abordar la interferencia extranjera en la I+D”, a la 5G Toolbox y al Reglamento de la UE sobre control de las exportaciones de productos de doble uso, es decir, de todo aquello que, como el software, puede destinarse tanto a usos civiles como a militares o nucleares.
China se ha centrado durante mucho tiempo en gestionar cuidadosamente la exposición de su economía a las influencias externas; los EEUU tiene experiencia en el control de las inversiones extranjeras directas y en el uso estratégico de los controles de exportación; y Japón es a menudo considerado la economía avanzada con la estrategia de seguridad económica más sofisticada, dice en su informe la Comisión Europea.
El momento de la revolución digital sólo añade más leña al fuego. En la última edición del evento e-Crime & Cibersecurity, celebrada en Londres, quedó claro que el problema no se limita ya sólo a la multiplicación de los atacantes y a su mayor sofisticación, ni a la inteligencia artificial (IA), ni a la geopolítica, ni a la expansión del internet de las cosas… ¿les parece poco?
No, el verdadero motivo de preocupación es que las arquitecturas de las redes se están volviendo cada vez más complejas y están apareciendo redes de conexiones subyacentes por todo el universo digital.
Antes, había miles de millones de dispositivos físicos conectados, lo cual era difícil de gestionar; pero ahora hay algo llamado nube cuyo propósito fundamental es que los servicios, las API, el almacenamiento, la informática y las redes sean accesibles. La infraestructura de puntos finales es mucho más compleja.
Para Occidente no resulta fácil conciliar la seguridad con la libertad de investigación implícita en toda pulsión innovadora. En el primer mandato de Donald Trump, el entonces presidente del MIT, Rafael Reif, se enfrentó a su política de restricciones a la presencia de estudiantes chinos en los campus norteamericanos, con una carta titulada La inmigración es una forma de oxígeno.
Hablaba del riesgo de “crear una atmósfera tóxica de sospechas y miedos infundados” y apuntó que sus profesores y estudiantes “se sienten ahora injustamente escrutados, estigmatizados y apartados sólo por su etnia china”. EEUU “está cerrando la puerta”, añadía Reif, y eso podría acabar con su condición de “imán de los individuos más emprendedores y creativos”.
Y concluía: “cuando ofrecemos a los inmigrantes el regalo de la oportunidad, recibimos de vuelta combustible para nuestro futuro compartido”. Lo mismo podría extenderse a todas las ramas de actividad económica, pero la dinámica de desglobalización lo sacude todo.
En España, hemos despertado quizás tarde a esta nueva realidad que va a condicionar nuestras ventas al exterior y nuestra innovación. Ubicar un servicio de antiespionaje en el CSIC podría verse como un signo de madurez y de reconocimiento de la entidad de nuestra ciencia y nuestra economía en el panorama internacional. Pero algunos podemos quedarnos con el mal sabor de boca de Reif y pensar que, en todo este proceso, los mayores perjudicados van a ser los ciudadanos.