Aunque resulte imponente, un hito de la ingeniería para la historia, la proeza de SpaceX al posar el propulsor Super Heavy de su cohete Starship entre los brazos de la torre Mechazilla, de regreso a la Tierra, sigue sin ser ese gran acontecimiento de la carrera espacial que cambiará nuestra visión del mundo.
Habrá que esperar a que existan colonias humanas en la luna, como me dijo el director de transferencia de tecnología de la NASA, Daniel Lockney. Cuando miremos hacia arriba y digamos: “Tony vive allí” pasaremos al siguiente capítulo de la humanidad.
Sucede que, en ocasiones, sucumbimos ante la disrupción tecnológica y no somos conscientes de que el sentimiento no es nuevo. El poeta alemán, afincado en París, Heinricht Heine comparaba la aparición del ferrocarril en el siglo XIX con el descubrimiento de América, la pólvora o la imprenta. “Nuestra existencia se ve arrastrada, o mejor dicho, lanzada a nuevas órbitas”, escribió. Una premonitoria imagen lírica.
El cohete Starship de SpaceX podrá transportar hasta 150 toneladas de carga útil a la órbita terrestre baja (LEO) y, posteriormente, a la Luna y Marte. Si se lanzara un Starship tres veces a la semana, sería capaz de poner en órbita más masa en un año que la enviada por la humanidad al espacio en toda la historia.
China impulsa como alternativa el proyecto Larga Marcha 9 (CZ-9), que entrará en funcionamiento en 2030 y será capaz de elevar 140 toneladas de carga a LEO, pero la velocidad a la que avanza Elon Musk dejará poco mercado a repartir entre el resto. Salvo cuestiones geoestratégicas.
SpaceX transportó en 2023 el doble de carga que el resto del mundo junto. En la primavera pasada, Starlink tenía 5.399 satélites, la mitad de todos los que orbitaban alrededor de la Tierra. De seguir su progresión, la empresa de Elon Musk conseguirá su objetivo de alcanzar los 29.988 satélites orbitando entre 340 y 614 km sobre la Tierra a finales de la actual década.
Casi cuarenta años después de participar en la misión a la Antártida que demostró la existencia del agujero en la capa de ozono, la científica Susan Solomon, repasa aquel hito en un artículo. Consiguieron convertir las advertencias de los expertos en acción política, con el Protocolo de Montreal. ¿Por qué este ha funcionado y el de Kioto no?
Atribuye el éxito a tres razones: tenía impacto personal en la salud, el problema científico era comprensible para los no expertos y se plantearon soluciones eminentemente prácticas.
Elon Musk crea las nuevas reglas del espacio y pasea sus coches autónomos Tesla por San Francisco en hora punta, en competencia directa con Waymo de Alphabet (Google), mientras Europa se replantea su política de innovación con el informe Draghi y España trata de desatascar los Perte y llegar a tiempo para que se ejecuten los proyectos en 2026.
Hay ideas deslumbrantes aparcadas en España, el lanzamiento del cohete de PLD Space recibió titulares en los grandes medios mundiales. Muchas siguen en los cajones desde hace meses, como la pista de pruebas para Hyperloop entre Alcázar de San Juan y Argamasilla de Alba, provincia de Ciudad Real.
Conviene aplicar la filosofía de Solomon para distinguir entre lo esencial y lo accesorio, algo a lo que no estamos muy acostumbrados. El CEO mundial de Ford, Jim Farley, advertía en una reunión con analistas de “la cantidad de sombreros de copa que todos tenemos” y se preguntaba si su compañía estaba participando “en la batalla adecuada”.
“El cambio en nuestra industria no es un cambio de propulsión”, decía, en contraposición con la apuesta europea. “Es mucho más grande que eso, es un cambio hacia un vehículo cuya diferenciación será cada vez más el software”. No hablaba Farley sólo de vehículos autónomos, sino de los nuevos servicios que se podrán proporcionar gracias a ello.
A medio camino entre los coches y los cohetes espaciales, otra de las grandes carreras tecnológicas en curso tiene como protagonista a la aviación. Europa quiere que no más allá de 2035 empiecen a salir al mercado nuevos aviones con emisiones netas de CO2 hasta un 90% inferiores a los actuales. El objetivo es reemplazar el 75% de la flota de aviación civil mundial en 2050.
Los costes asociados a las mejoras tecnológicas se estiman entre los 710.000 y 740.000 millones de dólares, lo que provocará muy probablemente una subida del precio de las aeronaves. A lo que habrá que sumar los costes vinculados al mayor precio del SAF (Sustainable Aviation Fuel), que la UE está subsidiando.
Hay mucho margen de innovación más allá del combustible. Se puede conseguir, por ejemplo, una reducción significativa de la resistencia aumentando la envergadura efectiva de las alas, como vienen demostrando centros de excelencia como el Georgia Institute of Technology. Airbus incluyó una configuración HWB (cuerpo de ala híbrido) en uno de los tres aviones propulsados por hidrógeno ensayados en su programa ZEROe.
En los aeropuertos, se trabaja en las llamadas «salidas verdes», que ayudan a los aviones a despegar y ascender a un ritmo constante. Para igualar los ratios de consumo de combustible de la NASA, la velocidad de crucero del avión debería ser de 740 km/h. Pero los criterios económicos han impuesto una velocidad mínima de 864 km/h: volar más lento aumentaría los costes operativos de las aerolíneas al reducir la disponibilidad de las aeronaves.
Distinguir lo esencial y lo accesorio en las múltiples carreras tecnológicas en curso puede marcar la diferencia. Dejar que los innovadores apuesten, porque como dice Babette, el inmortal personaje de Isak Dinesen: “por todo el mundo resuena el grito del corazón del artista: ‘déjenme hacer todo aquello de lo que soy capaz’”.