Por si no tuviera el paisanaje suficientes motivos para andar a la gresca, a raíz de la cancelación del Premio Nacional de Tauromaquia por parte del Ministerio de Cultura, se reabre el eterno debate de toros sí – toros no, tan viejo como la Fiesta misma.
Yo asumo desde siempre que la Fiesta es una salvajada, hermosa, pero salvajada, al fin y al cabo. Eso de que la gente se reúna a ver como una serie de señores, vestidos de manera chocante, se juegan el tipo para matar toros, previo pinchamiento de los mismos con útiles variados, es de todo menos civilizado. Pero… a muchos nos gusta, y, a lo mejor, los aficionados no somos los más salvajes del lugar. Todavía no hemos oído hablar, yo al menos no, de una corrida de toros de alto riesgo con despliegue policial por todo lo alto…
Que haya gente a la que no le gusten los toros es algo tan natural y respetable, como también lo es que haya gente a la que sí le gusten. Yo me encuentro en el segundo grupo desde mi adolescencia, y aunque ya no piso mucho la plaza, conservo la afición y el respeto por ese maravilloso anacronismo que son las corridas. Como uno ya es veterano, ha asistido a varios ciclos de amor-odio hacia lo taurino por parte del público en general, y la situación actual me genera poco come-come.
Ahora que el titular de Cultura, que no tiene un aspecto muy taurino la verdad, ha hecho el feo gesto de cargarse el famoso Premio, resuenan una vez más los rancios argumentos escuchados mil veces, según los cuales los toros constituyen una manifestación cultural porque los pintaron Goya y Picasso etc. Según ese razonamiento, también deberían considerarse culturales los fusilamientos, la ingesta en crudo de los propios hijos o el bombardeo de civiles, que esos también los pintaron Goya y Picasso… Qué debate tan cansino y estéril, cómo si los aficionados necesitáramos el marchamo de producto cultural para algo. Nos gustan los toros, que en cualquier caso son parte innegable de nuestra cultura, y punto.
Pero como a los españoles no hay manera de ponernos de acuerdo en nada, los detractores del asunto, que están en su perfecto derecho, no desprecian oportunidad para reclamar el fin de los espectáculos taurinos. Como, además, los toros son, junto a la paella y el flamenco, el más notorio de los topicazos de lo español, entran en juego una serie de matices de tipo político y social. Se intenta identificar la Fiesta con el pijerío más indecente y con los sectores más caducos y reaccionarios. Que no digo yo que no vayan cayetanos y fachas a la plaza a pasar la tarde, pero es que va mucha más gente…
En este contexto, ya han dicho en el Consejo de Ministros que descartan prohibir la tauromaquia esta legislatura, dejando abierta la posibilidad de un futuro spin-off, como en Hollywood. Eso sí, el Amado Líder se ha apresurado a declarar que «a mí no me gustan los toros«, no vaya a ser que alguien le pueda tildar de retrógrado o así. Tú te lo pierdes, chato.
Por contra, cuando hace algún tiempo, uno de sus esbirros planteó, no sin razón, que deberíamos limitar nuestro consumo de proteínas animales, ante el cabreo generalizado del sector cárnico salió rápidamente al estrado para afirmar textualmente “A mí, donde me pongan un chuletón al punto, eso es imbatible”. Es decir, que en realidad no le gustan los toros en la plaza y sí en el plato, lo cual me parece loable, y además progresista, como todo lo que hace este buen hombre, según dice él siempre.
En fin, siempre hubo aficionados y siempre hubo antitaurinos, y así seguirá la cosa mientras sigan sonando los clarines. Los políticos se decantarán por uno u otro bando como es lógico. Pero hay un aspecto del bando detractor que me llama sobremanera la atención, que es el que da título a estas líneas: taurofobia selectiva.
Viene el verano y con él las fiestas populares. Y los miles de festejos taurinos callejeros que tanto gustan en la España Profunda, o, mejor dicho, en el Estado Profundo, ya que muchos de estos ejercicios de tortura colectiva, crowdtorturing por su nombre moderno, supongo, se desarrollan en territorios en los que la sola mención del nombre del país produce urticaria. En cierta esquina de la, ejem, piel de toro, hasta cerraron las plazas (concluyendo, sin duda, interesantes operaciones inmobiliarias en el procés), pero se sigue manteniendo el tema de los toros en las calles de los pueblos.
Con estas manifestaciones culturales, y sin duda lo son, no se mete casi nadie, aunque supongan un grado de maltrato animal superlativo. Naturalmente, hay voces discordantes, pero no consiguen hacer tanto ruido como los que abogan por la supresión de las corridas. Sí hubo barullo con el famoso Toro de la Vega, posiblemente por cuestión de bloques políticos, pero, en general, nadie se mete con los encierros, correbous, toros embolados, ensogados, arrojados al mar y otras lindezas, en las que el pueblo llano, enaltecido y religiosamente bolinga, acosa hasta la extenuación a reses bravas al compás del Tractor Amarillo. Y, en realidad, el nivel de crueldad y sadismo de estos festejos está a años luz de lo que ocurre en la plaza.
Pero claro, quién se va a meter en ese jardín, poniendo en peligro los graneros de votos de los municipios perpetradores. Mejor mirar para otro lado… a los mozos (uno se pregunta cuántos mozos hay en la España vaciada) les gusta, ya sabes. Es una especie de rito de iniciación, igual que un masai tiene que cazar un león con lanza, aquí se pasa a la edad adulta poniéndole bolas de fuego a un toro en los pitones… ¿se puede imaginar una cabronada más grande que esa para un pobre animal?
Por no hablar de la cantidad de heridos y hasta muertos que hay cada verano en estos fastos. En ocasiones, gente que pasaba por allí, o que incluso estaba en su casa y le acabó entrando un toro furioso en el salón… Porque además se espera del alcalde de turno que traiga los zambombos más grandes que encuentre, en un ejercicio de cazurrismo machista y jurásico… Hubo incluso un morlaco este mismo siglo, el famoso Ratón, que mató a unos cuantos paisanos, y se convirtió en una rockstar, más de 100 bolos hizo hasta que lo jubilaron… Iba la gente en masa a verlo, móvil en ristre, no fuera a ser que se cargara a alguno más y se lo perdieran… Una cosa de lo más cultural. Acojonante.
Pues eso. Allá que vamos, hacia un verano más de taurofobia selectiva. La Fiesta no, pero los festejos sí… ¿cómo se come eso?