¿A quién no le ha ocurrido eso de bajar a la calle o al garaje del edificio y darse cuenta de que se le ha olvidado el móvil o las llaves del coche? Por supuesto, siempre ocurre el día en que vamos más apurados de tiempo. Desde luego este común y ligero contratiempo se torna en tragedia si uno vive en un piso 160 y tiene que tomar tres ascensores para ascender a su apartamento. Tras la exclusiva de la revista Architects’ Journal que revela los planes del Gobierno saudí de edificar un rascacielos de dos kilómetros de altura en su capital, Riad, los otros medios de comunicación y sus lectores le dan vueltas al último sinsentido de esas satrapías petrolíferas y se preguntan si es viable, lógico o simplemente sano habitar un piso o trabajar por encima de las nubes. Si eso presenta alguna ventaja más allá de poder presumir ante amigos y conocidos. 

Tras los rascacielos que se construyeron hace casi un siglo, como el Empire State o la Torre Chrysler de Nueva York, –en general resulta aplicable a la mayoría de los que surgieron el siglo pasado– se esconde una clásica y simple fórmula: alta densidad de población + alto precio del terreno= edificios altos. Tiene sentido en Manhattan o Hong Kong, pero lo de los estados desérticos y poco democráticos del Golfo Pérsico, inmersos en la carrera por contar con el edificio más alto, se parece más a una lucha de entre familias poderosas para ver quien –con perdón– la tiene “más larga”. Ni hay empresas para ocupar tanta oficina ni problemas de hacinamiento de la población. Eso sí, supone un reclamo para visitar esos países antaño poco atractivos para el gran público. 

Si finalmente el proyecto saudí –de la mano del estudio Foster and Partners– ve la luz, la gran pregunta es: la gente ¿querrá vivir o trabajar en él? 

Por una parte, asusta sólo pensar en el atentado medioambiental que supone. El aire acondicionado en un país con temperaturas tan altas, los motores para bombear agua a los últimos pisos, cómo limpiar los cristales, etc… Eso por no hablar de los frecuentes accidentes mortales entre los obreros que construyen estas moles en estados donde la seguridad laboral no es una prioridad. 

Pero, además, nos enfrentamos a obstáculos del día a día. Por muy rápidos que sean los ascensores, ¿cuánto tardaremos pasar del asfalto y su gente mundana a nuestro piso? Será como un viaje en metro. Por supuesto no se pueden abrir las ventanas y a saber si el viento lo mueve un poco. A cierta altura sólo veremos cielo, tampoco tiene tanta gracia. Eso por no hablar de una explosión, incendio o una acción terrorista. Prefiero un chalé con jardín.