Sepultados por el tsunami del reguetón y la sobredosis de auto tune vivimos tiempos arduos para el rock & roll clásico, aunque para la Conferencia Episcopal sea un buen negocio la radio fórmula Rock FM y Robe Iniesta cuelgue el “No hay billetes”. No es la primera vez que al rock se le manda al desván, ni será la última. Ya en los ochenta el boom del sonido disco mando a los rockers al destierro, y también el folk las pasó canutas.
De Chuck Berry –Charles Edward Anderson Berry (1926-2017)–, para mí, sí, el inventor del rock & roll, me acuerdo yo, los herederos de sus derechos de autor, el responsable del catálogo de la discográfica Chess, el dueño de su editorial y RJ Smith, editor del diario Los Ángeles Times y autor de su última y ¿definitiva? biografía: Chuck Berry: An American Life (Hachette Books. 415 páginas). Puede que también algún que otro programador radiofónico de oldies, y pocos más. Y muchos de ellos se acuerdan porque Tarantino puso a bailar a Travolta con una de sus canciones.
Smith, que ya había publicado una biografía sobre James Brown, profundiza en los avatares, el legado y las injusticias cometidas contra y por el pícaro Chuck Berry.
El legado de Berry reverbera en el sonido primigenio de The Beatles y The Rolling Stones, que cantaron sus temas cuando se estaban buscando el suyo propio. Es sabido que los Beatles en sus comienzos y los Stones, aun lo intentan ahora, “robaron” las raíces de la música negra para empaquetarla a las audiencias blancas. Berry hizo también historia en el cine cuando en Regreso al futuro en 1986 Marty Michael J. Fox McFly interpreta Johnny B. Goode en el baile del colegio. Y no se puede entender a Angus Young (68) de AC/DC –sí, ya tengo entradas para su concierto en Sevilla el día 29 de mayo–, vestido de colegial, sin su ya esperado y vitoreado homenaje a Chuck en el paso de la oca.
Berry tuvo, según su biógrafo, una cara oscura, algo frecuente en el mundo del espectáculo, una pauta que se repite en los artistas que viven errantes, condenados a divertir a la audiencia. La misma maldición que acompaña al viejo payaso cada noche en su carromato.
Las tormentas personales de Chuck Berry quedan muy bien reflejadas en el retrato que el fotógrafo Martin Schoeller (55) le disparó hace veinte años una noche en su camerino. En la fotografía, de formato cuadrado, Berry, está sentado, serio, muy serio –¿enfadado o triste?–, con su gorra de marinero, a la espera del momento para salir a tocar. A su lado, con la tapa de la funda abierta de su electro acústica Gibson, en la pared, su célebre retrato haciendo el baile del pato. El título de la foto, en blanco y negro, podría ser: “Chuck Berry, hasta los huevos del rock & roll, necesita seguir actuando para ganarse la vida. Aunque podría añadirse: “para pagar las múltiples indemnizaciones que le quedan por los líos en los que se ha metido”.
Editada en España por Neo Person, la biografía recopila un anecdotario rico. Ya es sabido que Chuck no tenía banda. Que tocaba con músicos locales a los que pagaba el promotor no él. Que cobraba por anticipado. Que si el promotor pedía un bis Berry pedía más dinero. ¡Sí, has oído bien! Cualquier canción aparte de los 45 minutos o los 60 pactados suponía un posible extra. Que en sus contratos pedía un amplificador Fender Showman Reverb, –que le ayudó a definir su sonido en directo– y que si el promotor no conseguía ese modelo exacto había una penalización (en efectivo) y Berry conseguía otro extra más. Que él fue el que invento eso de que mientras los músicos tocan solos la última canción, y el público enfervorizado reclama un bis, él ya estaba en el Mercedes Benz Clase S negro camino del hotel. Que él fue el que inventó eso de dejar subir al público a bailar sobre el escenario. Y también la cara oculta, la penal, la que da pena, que grabó a multitud de mujeres en el baño de un garito suyo en San Luis. Que fue el tipo más antipático del show business, o uno de los más antipáticos. Que era un prestidigitador en el escenario, como se puede ver en su biografía cinematográfica Hail! Hail! Rock `n´Roll (1986), regañando a Keith Richards (80) (¿Existiría el sonido Keith Richards sin Chuck Berry? La respuesta es: ¡Claro que no!). Que casi se arruina pagando indemnizaciones a las mujeres, blancas, –sus favoritas– a las que vejó. Que el día que inauguraron su estatua, y en su funeral, un par de decenas de manifestantes se encargaron de recordar que el rey del rock & roll (que fue Chuck y no Elvis) era un pendenciero. Pero… ¿acaso la mala vida, y el vivir al borde de la ley, o cruzar su frontera no es lo que se espera del inventor del rock & roll). Ah… y que Johnny B. Goode, es probable que la compusiese el legendario pianista de booguie woogie Johnnie Johnson (1924-2005), en una jam, aunque fue Berry el que la firmó y pasó a la historia por eso. En su recuerdo, en la contraportada, escribe el icono del baloncesto Kareem Abdul-Jabbar (76): “Conocer a Chuck Berry es aprender sobre los conflictos raciales en América”.
En 2017 Berry muere olvidado, demente o esquizofrénico, no hay acuerdo en el diagnóstico. Acompañado por su mujer Themetta Suggs (69) y olvidado por el mundo. Es cuestión de tiempo que un documental, una película, una versión más o menos acertada, un sampler, una biografía como la que se acaba de publicar, o quizá un videojuego resuciten su legado. Personalmente, no me habría gustado morirme, sin haber sido uno de esos bateristas de alquiler con los que tocaba en sus giras por el mundo, elegidos por el promotor, a los que Berry ni siquiera dirigía la palabra.