La mente es un procesador y, como todo procesador, necesita un reseteo y una actualización cada cierto tiempo. Mindfulness engloba un conjunto de técnicas y prácticas orientadas a que el procesador descanse.

Esta es una posible definición de un término que está muy de moda.

A finales del siglo XIX Thomas William Rhys Davids, un magistrado inglés destinado en Ceilán, tradujo un libro budista (El corazón de la meditación budista), en el que sustituyó Sati (una palabra budista que describe la práctica de la meditación, en Pali) por mindfulness. El término estaba en desuso desde hacía más de un siglo, cuando se usaba como sinónimo de atención (attention).

Un siglo más tarde, en los años setenta, Jon Cavat-Zinn, un profesor del Centro Médico de la Universidad de Massachusetts que practicaba zen, se dio cuenta de los beneficios para la mente de la meditación y el yoga, y decidió adaptar esas técnicas a un programa para reducir el estrés en casos clínicos, retomando el nombre: Mindfulness Based Stress Reduction (MBSR).

El éxito del programa hizo que fuera adoptado por el ejército de los Estados Unidos para los soldados que sufrían de estrés postraumático en las campañas de Irak y Afganistán, lo cual lo situó en el punto de mira de otras organizaciones y corporaciones que trabajan con colectivos.

El mindfulness se comenzó a integrar en la cultura de empresa desde comienzos del siglo XXI, y en la tercera década es ya una realidad en la práctica corporativa del mundo desarrollado.

Se puede entender como una adaptación a la cultura capitalista occidental de las prácticas meditativas desarrolladas en oriente. Son prácticas que cultivan la atención plena al presente, en la cual las preocupaciones mentales dejan de dominarnos, y su punto de partida es que no puede haber objetivo alguno, pues ahí donde hay un objetivo, hay mente.

Sin embargo, el mindfulness se vende como un medio para conseguir algo: en el caso de los individuos, mejorar su salud mental; en el de las compañías e instituciones, aumentar sus beneficios mediante la mejora del rendimiento de sus empleados.

OpenSeed, un producto que consiste en unas cápsulas con forma de huevo que crea un espacio individual aislado, pensado para lugares de trabajo que no cuentan con salas de relajación, basa su argumento de venta en el siguiente dato: las dolencias relacionadas con el estrés suponen un coste de 68 billones de dólares al año en gastos de salud en EE UU.

Muchas corporaciones fomentan la cultura del mindfulness entre sus empleados, ofreciendo suscripciones gratuitas a Apps (como hizo Starbucks), o programas de retiros, entrenamientos, salas de meditación y relax y otras facilidades.

Es precisamente este aspecto el que le hace estar comenzando a ser cuestionado por los empleados, que se sienten obligados a someterse a cursos, retiros, sesiones, de mindfulness.

Uno de ellos lo expresaba en estos términos: «trabajo por objetivos, de modo que el tiempo que le tengo que dedicar al mindfulness lo tengo que recuperar del escaso margen que me queda para mi vida personal. Y si no lo hago, no está bien visto.»

Un efecto indeseable de la moda del mindfulness es que puede generar una presión social camuflada de «buenismo», al modo en que en otros momentos ir a misa retribuía reputación social; y lo inverso, un estigma social a quien no quiera participar en todas esas actividades que tan generosamente ofrece la empresa para que todos sean más felices.

Como facilitador de Diseño Consciente, la pregunta ante la que encuentro al trabajar con corporaciones es si es bueno hacer algo bueno, aunque se haga por otras razones. Hace años pensaba que sí: lo importante son los hechos, no las razones.

Sin embargo, la experiencia me va demostrando que la intención con la que se hace algo acaba permeando en lo que se hace.

La intención o el propósito son intangibles: me gusta describirlos como el elemento espiritual, ciñéndome al origen etimológico que relaciona espíritu y alcohol (ambos tienen en común la palabra de raíz árabe AL-Kohl, que es lo que se evapora, lo inmaterial), por lo cual llamamos espirituosas a las bebidas alcohólicas (y los ingleses, spirits). Todo acto proviene de un espíritu que lo alienta (en latín, spiritus es aliento), y toda consecuencia que proviene de ese acto termina respondiendo al miso espíritu que lo originó.

Por eso desconfío del lavado de imagen que denomino «buenismo corporativo» como instrumento de marketing, pues no tiene coherencia. Sin embargo, si la intención de generar un bien para todos es genuina, y parte de una consciencia de que la empresa puede ser un vehículo de bienestar social y medioambiental, se logran resultados espectaculares.

Lo dice la sabiduría popular: de aquellos lodos, estos barros. La cosecha es el resultado de lo que se sembró.