Opinión Andrés Rodríguez

La Casa del Libro cumple cien años en su Gran Vía

Es la casa de todos. La del Libro, en manos del Grupo Planeta, es la Casa del pueblo.

A la espera de que Sandro Silva y su mujer Marta Seco resuciten el viejo edificio Metrópoli de la mano de su socio turco Dogus Group, la Gran Vía se despereza en esta primavera electoral. Siempre mutatis mutandi, el latido de la calle grande es hoy del textil y la distribución.

La pasta gansa se la lleva la familia Benetton; Amancio Ortega con su triada Zara, Bershka y Stradivarius; Sir Arthur Ryan y su Primark -en la segunda planta tuve mi despacho casi catorce años cuando Jesús Polanco era el alcalde del país-, Isaac Andik y Mango; el Tendam de Jaume Miquel y sus fondos con Pull & Bear y Springfield; los vascos Emiliano y Benito Suarez y su familia con Aristocrazy y acechando el melillense José Azulay y su Uno de 50; Lorenzo Fluxa con Camper; los chinos con Huawei… y el retail deportivo claro, se fueron New Balance pero ahí están los Nike; el alemán con Adidas; el Real Madrid siempre al acecho a la pesca de la riada de turistas y muchos más.


Queda Chicote, que no se rinde, Loewe más moderno que nunca, pero menos cool que el de Goya en manos de la creatividad revoltosa de Jonathan Anderson, siempre la joyería Grassy que ha sobrevivido a Jirka Reznak y a Christiane Grassy y ahora está en manos de sus descendientes. Y queda La Casa del Libro, mi Casa del Libro, la tuya también, que centenaria recibe a lectores y vagabundos intelectuales, nieve, llueva, haya elecciones o no. Para mí es un refugio nuclear a prueba de la bomba de la desesperación o el aburrimiento. Esta es su historia. ¡Feliz cumpleaños, amiga!

Lo importante de la Casa del Libro es la palabra “casa”, que aunque no da de comer hace de hogar para vagamundos. Los hay que compran, otros pasean, otros vamos a fisgar y acabamos comprando, en sus pasillos habrá carteristas, mirones, refugiados, bongoseros, arribistas, bateristas, candidatos, frioleros que buscan calentarse, pandilleros, secretarias, loteros, mecanógrafas, influencers y poetas. Es la casa de todos. La del Libro, en manos del Grupo Planeta, es la Casa del pueblo.

Cuenta su biografía que es el único comercio que sigue de pie desde 1923, aunque el 64% de los españolitos lea un solo libro al año, y mientan cuando responden a la encuesta, como se miente cuando te preguntan cuánto se folla. La fundó en 1919, diez años antes de la inauguración de Las Ventas, Nicolás María Urgoiti, un papelero que había participado en la fundación del legendario diario El Sol de Ortega y Gasset. Casualmente o quizá no, yo trabajaría 71 años después en la resurrección del diario por parte de otro vendedor de libros -la prensa y los libros siempre muy cerca- el salmantino Sánchez Ruipérez, Germán, pero esa es otra historia.


Primero fue Calpe, acrónimo de Compañía Anónima de Librería, Publicaciones y Ediciones. La calle se llamaba entonces Avenida Pi y Margall. El 15 de abril se inaugura, tras la construcción del edificio, la tienda que llevaría el ampuloso nombre de Palacio del Libro. Ya se sabe que ponerle al comercio el nombre de Museo (del Jamón) o Palacio elevan la categoría del establecimiento y le dan una pátina aristocrática que funcionaba ya mucho antes de que los americanos se inventasen el rimbombante vocablo ‘marketing’.


Lo importante es que en aquel local, en el mismo sitio en el que está hoy la Casa, se podían tocar los libros. Y eso spi que fue una novedad. Hasta el más humilde tendero conoce que el cliente quiere tocar el género. España era muy analfabeta entonces. Unos meses más tarde Calpe se fusiona con la editorial Espasa y deciden editar la gran enciclopedia que debía bendecir cualquier hogar español alfabetizado.

Si tenías una Espasa Calpe entonces eras culto. Imagina la majadería. Parece la preshistoria y quizá lo sea. Hoy la Espasa Calpe completa se puede comprar en Ebay por 450 euros y es perfecta para decorar restaurantes recién abiertos o lobbys de hotel con pretensiones de autenticidad.


La Casa pasó la guerra civil entre presiones de unos y empujones de otros. La Gran Vía del No Pasarán supo de bombardeos y me imagino los libros polvorientos, pero sin que hubiera quemas en piras a lo Fahrenhiet 451. El edificio fue ocupado por la Oficina Central de Propaganda de las Juventudes Socialistas de Santiago Carrillo, que luego vería sus memorias publicadas por Planeta en sus estantes.

El anecdotario es infinito. Los hermanos José y Emilio Alcázar, los metaleros de la Gran Vía, dicen que vieron a Hugo Chavez en 2009 salir por su puerta con los guardaespaldas bolivarianos transportando varios kilos de libros en las legendarias bolsas verdes de la Casa. ¿Pediría factura?

La casa se digitalizó. Vende el 24% de sus libros por internet y así los Lara le enseñan los colmillos al operadísimo Jeff Bezos y su Amazon que todo se lo come, y que como se descuide, un día se zampará a su propio dueño.

Ahora la dirige Javier Arrevola, un madrileño baby boomer, que se ocupa de sus 4.000 metros con gran experiencia en distribución porque antes fue CEO de Uno de 50 y anduvo en Dufry y Loewe.


A sus ordenes 100.000 libros disimulan estar ordenados mientras la tienda está abierta, a las ordenes de los “domadores” de chaleco verde. Entre 70 y 90 empleados (más cuando comienzan los villancicos) gestionan el local. Por la noche cuando las rejas se bajan sé de buena tinta que los libros de poesía cambian de piso y se van a flirtear con las guía de viaje, y dicen que una mañana se vio el Relato de un Náufrago de García Márquez durmiendo cerca de los libros de autoayuda.

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