Hace unos días IBM presentó su último procesador, el Osprey. Este procesador cuanta con 433 cúbits, que es la medida de memoria en el mundo cuántico. Pues bien, esto supone contar con más capacidad que el número de átomos en el universo. Estos ordenadores cuánticos realizan trillones de operaciones en un segundo y pronto dejarán obsoletas a las computadoras tradicionales.

La teoría cuántica explica lo minúsculo, lo nanométrico y, a la vez, es decisiva en lo gigantesco, en lo sideral. La tecnología de lo pequeño es el nuevo campo de batalla de la geopolítica colosal. En la Guerra de Ucrania la escasez de material electrónico moderno lastra al ejército ruso. La precisión de los lanzacohetes estadounidenses donados a Ucrania impone su superioridad quirúrgica. Incluso los drones “suicidas” iraníes vendidos a Rusia están plagados de elementos electrónicos de empresas estadounidenses.

Estados Unidos sigue con atención milimétrica el conflicto de Ucrania, las retiradas rusas en Kherson y las batallas en el este, pero su doctrina estratégica está centrada en China y la expansión del régimen que preside Xi Jinping. Desde hace tiempo, Washington intenta frenar el avance de Pekín en el pódium de superpotencia. Barack Obama inició el giro hacia Asia, Donald Trump, tras el American First, comenzó una guerra comercial contra China, algo burda y torpe, con la imposición de aranceles a productos chinos y el veto a compañías electrónicas como Huawei por su presunta relación con el gobierno de Xi. En la actualidad, Biden ha trasladado este enfrentamiento comercial hacia los mircrochips, corazón y cerebro de la electrónica y, por lo tanto, del futuro.

Las empresas norteamericanas siguen liderando la investigación avanzada en microprocesadores. Washington no desea que China pueda acceder a sus chips utilizados para los supercomputadores, fundamentales para acelerar la inteligencia artificial y sistemas militares integrados en la nueva guerra “mosaico” donde los drones aéreos marchan en enjambre, manejados a miles de kilómetros de distancia, y todo unido con redes de telecomunicaciones satelitales prácticamente omnímodas que incrementan el control sobre las poblaciones. Ni la mascarilla evita el reconocimiento facial por las máquinas.

Biden impide que las empresas chinas tengan acceso a las últimas novedades del catálogo electrónico de las compañías estadounidenses. No podrán comprar chips a NVIDIA o Intel y será más difícil dotar a sus teléfonos móviles de los procesadores más adelantados. No todo es militar o seguridad nacional, también hay una intensa guerra comercial. Washington ha prohibido incluso exportar la maquinaria y los procesos industriales que fabrican semiconductores.

En este contexto se inscribe el encuentro entre Joe Biden y Xi Jinping en la cumbre del G-20. En este ambiente se enmarcan las últimas decisiones del gobierno alemán. Pocos días después de reunirse con Xi Jinping, en un viaje relámpago, Scholz prohibió la venta a China de dos compañías germanas de alta tecnología informática fabricantes de circuitos integrados. Pekín busca desesperadamente puertas laterales para acceder a los últimos avances digitales. El ministro de Economía y Clima alemán, el “verde” Robert Habeck, afirma que “no hay que ser ingenuos”, que están a favor de la inversión foránea, pero echa mano del argumento clásico para frenar la operación: por “seguridad nacional”. Entremedias, la china Cosco se cuela en el capital de una de las terminales del puerto de Hamburgo, el tercero más grande de Europa, lo que ha provocado una marejada política en Berlín. Scholz no quiere cometer con los chips el error que cometieron Schroeder y Merkel con el gas.

La invasión rusa de Ucrania puso sobre el tapete la inmensa dependencia europea del gas ruso. La pandemia encendió no solo las alarmas sanitarias, también las comerciales. El Viejo Continente buscaba con desespero suministros, respiradores, mascarillas en China. Los confinamientos en los puertos y fábricas chinas provocaron cuellos de botella en las cadenas de distribución que ahogaron a las economías europeas. La globalización no podía transfigurarse en sometimiento. La repatriación de producciones se inició antes de la COVID y se ha acelerado tras ella. Las tensiones geopolíticas también contribuyen a ello, al igual que los nuevos avances en robótica al abaratar las cadenas de producción en Europa y EEUU. El problema es que las transformaciones digitales y energéticas necesarias para que Occidente recupere parte de la competitividad perdida deberán desenvolverse en medio de una crisis económica acompañada de un terremoto político. La polarización es algo más que una moda, puede ser un modelo cuántico en el cual la incertidumbre domine el paisaje.