No hay muchos niños y niñas que respondan “filólogo” o “lingüista” cuando les preguntan “¿Qué quieres ser de mayor?”. Hace no mucho tiempo, esos estudios eran sinónimo de un futuro marcado por la sombra del paro y de un trabajo cuyos pormenores no despiertan demasiado interés en una cena de amigos. En el periodismo el tema del paro es similar, pero al menos las “batallitas” de la redacción dan mucho juego en las reuniones sociales.
En nuestra mente repleta de tópicos y estereotipos, las mujeres y hombres que se dedicaban al estudio de las lenguas –vivas o muertas– eran una especie –perdónenme– de “empollones”, enterrados entre montañas de libros en el silencio mortuorio de una biblioteca.
Sin embargo, igual que el trabajo de fotógrafo o fabricante de botijos vive momentos bajos, el gris buceador de los diccionarios puede tener un presente y un futuro brillante, exitoso y lucrativo. En 2014, las carreras universitarias relacionadas con el estudio de las lenguas modernas o clásicas alcanzaban tasas de paro superiores al 30%, según el INE. Hace un par de años, esa estadística –con muchos cambios de denominación de los Grados, ya que ahora el término “Filología” parece estar en desuso– las estadísticas de desempleo rozaban sólo el 10%. Y sí, puede que la tecnología tenga algo que ver en esto.
Y puede que también veamos cómo el perfil y el simple look del lingüista profesional pronto se asimile más a un programador de Silicon Valley que al de un catedrático universitario.
De repente, un trabajo tan poco tecnológico, tan reposado y teórico resulta clave para el avance de la inteligencia artificial en lo relativo a la interacción con el ser humano, a que la conversación que tenemos con una máquina sea indistinguible de una charla con alguien de carne y hueso. Hablar con una voz electrónica acaba rebosando los límites de la paciencia, sólo hay que recordar las conversaciones con los asistentes virtuales de compañías de telecomunicaciones o los bancos cuando un ataque de ira y desesperación llevaba casi siempre a colgar el teléfono e intentar ir a la oficina física a discutir con una persona “de verdad”.
Todo eso ha mejorado mucho en poco tiempo, pero interpretar los matices y vaguedades de la comunicación oral no deja de ser complicado para un ordenador. Pensemos en cómo distintas personas trasladan un mismo problema a una máquina para que encuentre la solución adecuada. Influyen mil parámetros: la dicción, el nivel de estudios, los conocimientos sobre el tema que queremos resolver, el tono de voz… Y no sólo eso. Imaginemos a un ciudadano de Cádiz, a uno de La Coruña y a un canario expresando una misma idea, pero adornada con sus términos locales –el “pisha”, el “muyayo”, su forma de pronunciar un mismo verbo con más o menos vocales o “s” que son “c”, etc–. Saliendo del castellano, en Estados Unidos lo mismo ocurre con la forma de hablar de un agricultor de Mississippi mascando tabaco, y un snob bróker de Wall Street. O en Francia entre un marsellés y un rudo normando.
Conseguir que las máquinas superen estas barreras y no cedan ante las ambigüedades del lenguaje oral pasa por la investigación en la que los lingüistas desempeñan un papel clave. El futuro se presenta prometedor para los que antaño escuchaban tan a menudo “¿y eso tiene salida?”.