Opinión ANDRÉS RODRIGUEZ

La movida valenciana se resiste al olvido

La movida valenciana desempolva su testimonio gráfico y defiende su momento de gloria en la historia de la subcultura juvenil de los ochenta y los noventa. Valencia, pasada por agua, resignada a que las Fallas casi se celebrarán en canoa, abierta siempre a nuevas propuestas gastronómicas, como la de Sergio Giraldo en el restaurante Señuelo, está a pesar de todo feliz de ver el Turia con mucho caudal . Valencia expone en su IVAM el testimonio gráfico de la “movida valenciana”, un movimiento marginal que no se conformó con ser para unos pocos y se masificó, explosionando hasta su propia desaparición.

A partir del afán coleccionista del productor audiovisual y dj Moy Santana (1979), y de la colaboración de Antonio J. Albertos, la exposición Ruta Gráfica emociona a los que conocimos el pálpito de la ciudad en aquellos años, y documenta al jovenzuelo.

“No haga fotos con zoom por favor”, el vigilante de seguridad se levanta protestando porque me ve enfocar uno de los carteles de Barraca, la mítica discoteca. “Puede usted hacer fotos generales, a todo, pero no a una sola cosa”. El mandato tiene bemoles. El bemol es una alteración que afecta a la frecuencia de una nota musical. Que no se pueda fotografiar un cartel afecta a los postulados anarco electrónicos a los que la movida valencia se aferró para nacer. Paso del vigilante, me pillo el excelente catálogo, El diseño del sonido de Valencia (Barlin Libros/Pensamiento al margen. 318 pag), y decido escribir sobre la expo para que le den.

La producción gráfica de la movida valenciana es apabullante. También lo fue la de la movida madrileña. El bondadoso Lorenzo Rodríguez, director de la Sala Rock-Ola en Madrid, ha expuesto en Barcelona y tiene ganas de itinerar una muestra con los carteles que Pepo Perandones pintó para el local de la calle Xifré.

La obra gráfica valenciana está a la altura, o quizá vaya más allá de la del Rock-Ola, porque no se trata de cartelismo de conciertos, sino de fiestas, fallas, veranos, otoños y todo lo que se terciara. En el origen encontramos la nueva escuela valenciana de cómic con nombres conocidos en el underground local, como Miguel Calatayud, Sento Llobell, Micharmut, Daniel Torres, Manel Gimeno o Ramón Marcos; historietistas interesados en la experimientación y la multidisciplinaridad.

Grafistas, impresores, disc-jockeys, empresarios hosteleros y camellos hicieron piña para divertir y divertirse. También para encontrar trabajo, para conseguirse unos duros y coger el ferry a Ibiza. En Madrid si querías ser moderno tenías que montar una banda de pop. En Valencia, cruzar a las Pitiusas (Formentera aún no molaba), y mover el esqueleto en Barraca, Spook, Chocolate, Espiral, Puzzle o Heaven. Llevar una de sus pegatinas en el Ford Escort era lo último de los último.

Párrafo propio merece el legado de ACTV, la discoteca inaugurada en 1986, cuya imagen de marca diseñada por Lorenzo Company Sanfelix (Quique Company) y Paco Bascuñán cimentó el legado de la movida. El encargo vino de manos del promotor Julio Andújar que buscaba una identidad propia para la sala. Los postulados del anarquismo estuvieron en el origen del grafismo con influencias futuristas inspiradas en Jean Girard Moebius o el catalán Tápies, y la electrónica radical. Por supuesto no había ordenadores, así que el cúter y las tijeras eran las herramientas protagonistas, a pesar del look tan tecnológico e industrial que desprenden aun hoy sus diseños.

Aunque la gloria se la llevan hoy los diseñadores: Mariscal, Paco Roca -“las discotecas nos permitieron a muchos dar nuestros primeros pasos profesionales”-, Francis Montesinos, Paco Hernández (Barraca), Kike Jaén, Nacho Garrido (Spook), Hermanos Mira, Paco Salabert, Manuel Olías y Armando Silvestre, entre otros… no hay que olvidar a los clientes, los promotores de salas, que a pesar de estar pensando en la caja de cada noche, entendieron que la “movida” era llenar las discotecas con reclamos modernos.

La lista no dice mucho al neófito, pero es justo citar a Joan M. Laque, Vicente Pizcueta, Carlos Simó, Fran Lenaers, Julio Andújar, Bernardinho Solis, Lluis Costa, Toni Vidal, entre tantos. Ellos pagaban las facturas, contrataban a los “relaciones” (diminutivo de los responsables de inundar la ciudad de flyers y los que llevaban copas gratis) y decidían la imagen del local, además de espantar o hacer la vista gorda con camellos y clientes.

A diferencia de Madrid, donde había bandas de mujeres, pocas, pero bravas, la presencia femenina en la movida gráfica valenciana fue simbólica a excepción de la impresora y también artista Elisa Ayala (Espiral), el grupo Dequedéque o Lola Vázquez.

Es justo reseñar la labor de las imprentas -Armando Silvestre, Informal, Ortega en Ruzafa, Color Delux o Gráficas Ronda-, que primero para captar negocio, y luego como protagonistas creativas mediante la técnica de la serigrafía, fueron actores de la movida hasta que llegaron las computadoras.

La masificación del fenómeno y el alarmismo de los medios ante el consumo establecido de drogas -con la etiqueta de “la ruta del bacalao” (por el símil blanco del color de la cocaína), anunciaron la decadencia. Los diseñadores de prestigio dejan de recibir encargos, los promotores se huelen el fin del negocio, la policía se ve presionada por los políticos (que también eran clientes) para intervenir, y los madrileños acuden en masa sin saber si la movida era valenciana o puro escapismo de fin de semana. Por si fuera poco llegan los primeros ordenadores e imprentas, y creen que se pueden saltar a los grafistas solo porque se han comprado un Apple. Confundir tecnología con talento es uno de los errores que se repiten en la industria plástica y audiovisual.

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