Opinión ANDRÉS RODRIGUEZ

El dolor de columna, el mal del columnista

La columna es una droga y no tener tema de que escribir es como no tener dinero para ir a por la papelina a las Barranquillas, pero sin atraco ni robo a la familia.

«¡Atención, Rodríguez se ha quedado sin ideas!», es el grito que imagino escuchar al equipo de guardia de El Español este fin de semana al recibir la columna que cada domingo tiene el director a bien publicarme desde hace siete años (octubre 2015, aproximadamente 325 columnas, excepto una semana que fallé por covid). Del vértigo al papel en blanco —ahora al documento word— mucho se ha escrito, normalmente cuando el columnista no sabe qué contar. El periodista gallego Wenceslao Fernández Flores (1885-1964) lo explicó bien: «Escribir columnas es muy peligroso, es vender tu cerebro a cucharadas».

Almuerzo en Arrayán con Ángel Fermoselle, (@affermoselle) amigo, editor de Kailas y socio de este diario, y tras el primer brindis por la vida, hablamos de nuestras columnas, no de los 26 huesos de la columna vertebral, sino de ese espacio de opinión libre en el que Pedro J nos deja contar nuestras neuras para que ahorremos en terapia.

Wenceslao Pérez Flores en una caricatura de Pellicer.

La columna es un pim pam pum de críticas. “Cuentas demasiado”, me dice mi ex. “Otra errata”, me dice mi “in”. “Ayer te leí”, me halaga un conocido, pero me cita una de hace dos o tres semanas. Quizá se refiera al hecho de que la columna la leyó ayer, y no que la que leyó fue la que publiqué ayer. La columna es un dolor de muelas que hace tanto daño como me proporciona placer. ¿A ti no te duele la columna? Ya te dolerá. Es un dolor muy parecido, interno, que afecta a los músculos y te puede poner de muy mala uva, hasta que encuentras el tema. Hasta que te estiras y escribes. Hasta que la envías.

Yo apunto en el teléfono cualquier idea bajo el título ‘El Español. Columna’, pero luego cuando las reviso me parecen que no, que para hoy no, pero no las borro no vaya a ser que un día solo escuche el viento en el páramo de la creatividad. Rara vez una idea apuntada en una callejuela o en un taxi, se convierte en la columna de la semana. Tan solo sé que escribo en el último momento, con los nervios de punta, presionado por entregar antes de la hora de comer del sábado porque yo fui un día ese chico que recibía las columnas de otros el fin de semana y recuerdo esperar la entrega con desesperación y cierto cabreo juvenil.

Me gusta elegir las fotografías que la ilustran porque todavía creo que es una buena foto la puerta de entrada a la lectura del texto. Las elijo con la intención de llamar la atención. Sigo titulando como si la columna fuese para un diario de papel, como si el clickbait (escribir un titular llamativo para provocar que el lector pinche en el artículo) no existiese. Para no hacerme daño no busco en qué posición la han colocado al día siguiente. Los columnistas de papel siempre saben donde acabará su columna antes de ir a la papelera; los columnistas digitales dependemos del SEO y del algoritmo de Google, al que le importa poco o nada nuestro ego porque para el algoritmo la palabra ego es un código, nada más.
No olvidaré nunca el mensaje de Miguel Ángel Mellado, maestro del oficio —que fue subdirector mío en el viejo diario El Independiente de papel— el día que me escribió: «En este momento, tu artículo sobre Pau Donés es de los más leídos». Acababa de fallecer y yo publiqué una columna titulada: “Hola, soy Pau Donés, llamo para despedirme”. Algo de clickbait había en ese titular, pero la frase era literal, Dones había llamado a la redacción para despedirse de un amigo.

La columna se salta a la torera —atentos al regreso de Alejandro Talavante el 13 de mayo en San Isidro tras cuatro años sin torear en España, no pienso faltar— las cinco preguntas del periodismo. El «¿Qué?», porque el columnista se pega un homenaje de vanidad sin importarle si los lectores les interesa lo que cuenta o no. El «¿Quiénes?», porque el columnista cita con escopeta recortada a quién le sale del moño y los pone en negrita sin que estos puedan decidir si salen o no. No es la primera vez que en una cena algún comensal dice, entre tinto y blanco, «Cuidado con Andrés que lo que le cuentes lo cuenta». No es cierto, no cuento todo lo que escucho porque no sería honesto, pero es verdad que el columnista no está nunca en reposo cualquier cosa que vea y oiga le dejara poso.

El columnista es vanidoso, quiere ser escuchado y maneja la primera persona como el tema recurrente de su columnismo.

El “Dónde” es donde te pille. He escrito esta columna navegando con noche cerrada, yo solo en el puente; la he dictado al teléfono, en taxi en Nueva York; en Fez, en la montaña; y en casa. Sin wifi, con 3G, con 4G y con 5G. El “Dónde” es también fuente de dolor, al menos para este aprendiz de columnista que es desordenado y se atropella.

Ay el “¿Por qué?”, el famoso «Why» inglés tiene respuesta fácil, pero vergonzante: el porqué es la vanidad. El columnista es vanidoso, quiere ser escuchado y maneja la primera persona como el tema recurrente de su columnismo.

Hay grandes vanidosos que han sido grandes columnistas: Eduardo Haro Tecglen, Joaquín Vidal, Carlos Boyero (68), Paco Umbral o el gran maestro Raúl Del Pozo (85), cuya columna diaria en El Mundo sería la cátedra viva del oficio. Hasta los que parecen vacunados de vanidades, como Juan José Millás (76) o el filósofo Fernando Savater (74), en El País, son solo otro tipo de enfermos del planeta Vanitatis. La vanidad es siempre el tema recurrente en la columna, también en esta que quizá haga metacolumnismo de no ser Meta ahora la marca del mismísimo diablo de las redes, Mr. Zuckerberg (37) que en Google aparece con el oficio de “programador”, aunque “programador de vidas” sería más exacto.

El columnista maneja el “Para quién”, la quinta de las preguntas que vertebra la noticia, con egoísmo absoluto. El «Para quién» es para uno mismo. Y esa es la esencia del columnismo que nada tiene que ver con el común interés porque si no se llamaría comunismo.

El dolor se pasa en cuanto se entrega. Regresa si cometiste una errata. Si alguien te llama enfadado. O se cronifica si el director decide quitarte la columna, algo que todos pensamos que pasará cualquier día —como los políticos también saben que tendrán que irse— pero que el día que pase nos empujará a cada uno a su rincón de pensar, a su whisky, al bar de la esquina, al porno online, a las apuestas deportivas o al divorcio una vez más. La columna es una droga y no tener tema de que escribir es como no tener dinero para ir a por la papelina a las Barranquillas, pero sin atraco ni robo a la familia.