72.480, El Gordo de la Lotería de Navidad
Opinión Andrés Rodríguez

El día que el cariño de los vecinos a Ricardo Bofill derritió el cemento

bofill

Media página mal maquetada en La Vanguardia, el diario de Godó, con una fotografía del arquitecto Ricardo Bofill Leví (1939-2022), gafas de espejo y puño derecho en alto, me empujó a viajar a Barcelona. El vagón del silencio es lo más parecido a una buena clase de yoga, imágenes de la España que realmente es y no la de las tertulias pasan a toda velocidad por la ventanilla mientras las vías te traquetean el esqueleto y tu ansiedad se adormece. Lo que más me llamó la atención de texto del anuncio -¿lo habría pagado la familia o sería cortesía del editor?- fue que su estudio estaría abierto 33 horas ininterrumpidas para invitar a los vecinos a despedirse. “Las puertas de La Fábrica en Sant Just Desvern se abrirán desde la 9 horas del miércoles 26 hasta las 18 horas del jueves 27 ininterrumpidamente. Para visitar el espacio y homenajear al arquitecto es necesario inscribirse (…) y disponer del certificado covid (…)”. La imagen de los viejos maratones de cine de terror y risas, con sesión continua, en medio de una nube de humo, cubatas malos y sueño a vencer, en el madrileño Cine Ideal, me vino de inmediato a la cabeza. Los cines deberían recuperar los maratones. El maratón siempre fue muy cinematográfico. No dude ni un minuto y saqué mi billete.

La noche anterior arranqué la visita entregando mi paladar a las seis manos de los cocineros Eduard Xatruch, Mateu Casañas y Oriol Castro en Disfrutar; ocho años abierto ya, de celebración por su segunda estrella. El local, un homenaje a la arquitectura mediterránea de Josep Lluis Sert y de Coderch, acoge con humildad la evolución de lo que Ferran Adriá -viviendo en Cala Montjoi estos días- inventó en El Bulli. ¡Atentos al regreso de su hermano Albert!, que algo anda maquinando. La cocina de Disfrutar, cuyo libro de recetas, editado por Abalon Books (166 euros), ha sido elegido el mejor libro gastronómico del año, es un parque de atracciones para los cinco sentidos, para comensales sentimentales y sus sentimientos. No encontré mejor refrán para rendir homenaje al vitalismo de Bofill que con el mantra “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”.

A 11 kilómetros de Barcelona, Pablo Bofill D’Huart (42) hijo de Ricardo Bofill, pasa desapercibido, su emoción no. Apoyado junto al árbol bajo el que está plantando el cartel “Taller de Arquitectura” conversa con un amigo y fotografía la cola de cientos de personas que en la mañana del jueves 27 esperan para pasar. Imagino que la foto, con su móvil, le saldrá movida por la emoción. Las emociones mueven las fotografías y también los corazones. A su hermano Ricardo (57), aquel “bofilín” que emparentó con Julio Iglesias y Paulina Rubio, escritor y vividor, no se le ve más que en las decenas de fotos ampliadas que presiden la gran sala a visitar. Nunca debió ser fácil ser hijo del arquitecto. Las grandes figuras tienden a oscurecer a sus vástagos.

Varias pantallas de vídeo escupen entrevistas en francés y en castellano de un Bofill siempre seductor, sexy, muy gentleman, de ego estratosférico, en ocasiones anarcoide, y dan la bienvenida a los visitantes. Decenas de velas encendidas aportan un poco de espiritualidad. Los que hacen cola se calientan los pies con el baile de San Vito. Los que no, intentamos pasar desapercibidos para que los de los pies fríos no nos den una pitada. Se diría que es gente culta, leída, que recuerda a Bofill como el primer y el único arquitecto reconocido en una España que aún no sabía de nada, de arquitectura mucho menos. Hubo otros, claro, Francisco Saínz de Oiza y su Torres Blancas que se quedó sin ver su hermana gemela por construir; más tarde Rafael Moneo, aún en activo, y claro, Calatrava, el polémico, el internacional, pero Bofill fue el primero. Era muy guapo, muy muy guapo, como para no mirarle.

La cementera y la reconversión en taller vivienda -las estancias privadas no podemos verlas en esta ocasión- me recuerda a la propuesta de Le Corbusier en Chandigarh (India) y a las viejas ruinas que hemos visto en las películas en las selvas amazónicas. La vegetación en La Fábrica conocerá nuevas primaveras a pesar de la marcha del patrón: aspidistras a tierra y hiedras salvajes forman parte del lugar y pareciese que un tigre de bengala se paseará por las noches en silencio. Hace frío frente al libro de firmas que da fe del cariño en la mesa del jardín, pero me imagino las noches de verano, en esta ciudad que acoge la siempre polémica TV3. Me imagino a Bofill desplegando sus encantos en la mesa de fuera para seducir a los clientes. Me imagino una soledad profunda con la cementera vacía de empleados. Quizá nada de los que imagino ocurriese, pero los mitos ya solo viven en la imaginación de los que los recordamos.

Ya dentro, en los corrillos, Marta Vilallonga, su pareja, ejerce de discretísima anfitriona. A pocos metros del escenario donde anoche sonó la música en su honor, una mesa con postales es asaltada por los visitantes qué queremos llevarnos algo para el recuerdo. No están sus libros a la venta. Para eso llamen a Bezos. La más demandada es una foto de Ricardo y un amigo los dos con el culo al aire navegando por el Mediterráneo. Es a mí la que más me gusta también porque me parece que le da la espalda al ego, esas tres letras sin las que un creador o un emprendedor no puede ir contracorriente, pero que cuando te descuidas te han esclavizado. La fotografía es preciosa porque refleja la libertad interior de un hombre al que recomiendo conocer mejor leyendo dos de sus libros: Espacio y Vida, editado por Tusquets (274 pág.) y la antológica de su obra – la instagrameada Muralla Roja de Calpe (1973) incluida- Ricardo Bofill. Visions of Arquitectura Gestalten (300 pág.) con prólogo de su amigo Óscar Tusquets Blanca (80). El obituario de Tusquets en La Vanguardia tras la muerte de Ricardo es uno de los textos más bonitos que se pueden escribir de un colega, de un amigo y de un competidor.

Es difícil no sentir la presencia de Bofill durante la visita. Es una pena que tan solo una de las salas, presidida por un gran retrato, y el jardín permanezca abierto pero tiene lógica.

En el tren de vuelta al salir de la cabezada contra el ventanal, rodando sobre el páramo castellano, me imagino la cementera sola, en manos de su viuda y los hijos, con el estudio abierto, con la presencia del patrón siempre por allí, fantasmal y el tigre de bengala que buscará a su amo en las noches de luna sobre Sant Just Desvern.

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