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Septiembre siempre me ha parecido el mes de los aniversarios, y —junto con enero— el de los buenos propósitos tras una época de excesos. Además, ambos meses están en cuesta, y aunque los expertos dicen que la del inicio del año es más notoria y famosa, me temo que la del equinoccio de otoño también cuesta.
Septiembre es un mes que nunca recordamos que comienza el mismo día de la semana que diciembre. Sin embargo, son 30 días en los que ejercitamos la memoria por encima de la media con familiares y allegados (necesariamente ya adultos de camino a la mediana edad) recordándonos unos a otros dónde estábamos el 11 de septiembre de 2001. Leí ayer que Kerman Romeo acababa de ver Los Simpson, «como casi cualquier adolescente de aquella época, hasta que Matías Prats se coló en la pantalla». Un acontecimiento planetario que seguimos conmemorando año tras año y que en 2021 adquiere especial significado. Un significado evolucionado, actualizado, no solo por los dos decenios transcurridos, sino por la ausencia de tropas estadounidenses en Afganistán que, a partir de ahora, los medios nos recordarán todos los 1 de septiembre.
Pero en septiembre también se conmemoran, y a veces se celebran, muchos otros acontecimientos históricos que han marcado a distintas generaciones de la humanidad. Incluidos algunos que, precisamente por históricos, empiezan a conmemorarse menos. Valga de ejemplo el principio y el fin de la Segunda Guerra mundial, acaecidos casi el mismo día del noveno mes del calendario gregoriano, pero de dos años muy separados (1939-1945). Puede que la actual inflación informativa ayude a que se hable poco del asunto.
En esa lista de aniversarios con cotización nemotécnica a la baja me atrevo a incluir el que se celebra cada 15 de septiembre desde 2008. Un lunes de septiembre, negro, de hace ya 13 años que provocó una crisis financiera internacional que cambió el rumbo de la economía mundial y, más aún, el inicio de la pérdida de confianza en los gobiernos y las instituciones en general.
Las conmemoraciones son fechas simbólicas que tienen su origen en la necesidad de recordar y reflexionar en torno a un evento relevante para el desarrollo social, político, económico y cultural del mundo, de un país o de una comunidad en particular.
Dicen que recordar periódicamente un acontecimiento permite a la sociedad reflexionar en torno al mismo para una mejor comprensión y el reconocimiento de ciertos errores o dinámicas que debieran permitir mejorar el desarrollo de los humanos. Dicho de otro modo, ayuda a fomentar el debate y ejercitar el desarrollo de acciones específicas dirigidas a evitar que los hechos conmemorados (no los celebrados) se repitan.
Así las cosas, una mirada retrospectiva nos hace pensar que las causas que provocaron el caos en 2008 ahora parecen obvias, aunque en el momento de la quiebra no lo fueron tanto. La misma mirada nos dice que las medidas de respuesta a la tipología de riesgos existentes antes de la crisis ahora se denuncian, como mínimo, mejorables, y las desarrolladas inmediatamente después se manifestaron en formato tsunami de manera muy reactiva, probablemente excesivas.
En aquellos tiempos, la sociedad y la industria vivían en un entorno de innovación financiera frente a la cual la regulación y la supervisión, probablemente, se quedaron muy atrasadas. Las entidades financieras, y sus clientes detrás, se centraban en la generación de beneficios, todo ello empujado por una cultura, y unos valores, muy centrados en el cortoplacismo y no en la sostenibilidad. Aún recuerdo como mis amigos más directos me increpaban, dedicándome a lo que me dedico, por no tener contratado con el banco un préstamo hipotecario multidivisa en Yenes.
Por supuesto, la diversidad e inclusión en el sistema financiero, eran temas de debate inexistentes hasta que la islandesa Jakobsdottir accedió al poder para demostrar que las mujeres suelen ser más prudentes como líderes y se inclinan menos por el tipo de imprudencias que provocaron la crisis financiera. Desde entonces, afortunadamente, la aparición del género femenino en los puestos directivos, incluso en los supervisores comenzó a desarrollarse.
También desde entonces, los poderes internacionales, intergubernamentales, económicos y financieros, empezaron a predecir cuándo se podría dar por extinguida la crisis de 2008. Llegado el décimo aniversario, apenas hace tres años, muchos se atrevieron a afirmar que los efectos aún estaban presentes y eso que se habían adoptado infinidad de medidas para conseguir bancos más líquidos y capitalizados, se arrojó luz sobre los derivados no cotizados, los llamados OTC (over the counter) que permitieron las filtraciones de activos tóxicos, o se luchó contra la llamada banca en la sombra (entidades y actividades de crédito que estaban fuera del sistema bancario tradicional).
Hasta aquí, sin duda, todo razonable pero no deberíamos olvidar algo más. En 2021, además de una crisis sanitaria que subsiste y que parece no comenzó un mes de septiembre, las firmas del Acuerdo de París (noviembre 2015) y de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas (SEPTIEMBRE 2015) han incrementado la importancia de otros riesgos, como es el caso de los asociados al cambio climático en el ámbito financiero. Las consecuencias de los riesgos derivados del puro cambio climático, parecen ser evidentes. Los que se definan consecuencia de la actual aparentemente pretendida transformación de la economía son, o serán, riesgos que nada tienen que ver con los evidenciados tras analizar la crisis de 2008.
Fomentar la financiación de las inversiones necesarias para respaldar un crecimiento sostenible, evitar el cortoplacismo, o cumplir con cualquiera de los objetivos del plan de la Comisión Europea por unas finanzas sostenibles conllevará la aparición en la sociedad, en las empresas, en la tecnología y hasta en el comportamiento humano de nuevos factores no contemplados en la industria financiera de hace trece años. El reto es importante y exigirá por parte de todos una acción muy bien formada, ordenada, actualizada, rítmica, sin tsunamis legislativos y que, ojalá, se anticipe a nuevas crisis. Ya tenemos demasiadas. Y que cada 15 de septiembre celebremos, no conmemoremos, que algo aprendimos de los hermanos Lehman.
Quién se lo iba a decir en 1844 a Henry Lehman, el hijo de un comerciante alemán de ganado que emigró a Estados Unidos, cuando tres años más tarde llegaron a Alabama sus hermanos Emanuel y Mayer y juntos crearon Lehman Brothers. Y qué bien lo contaron en Lehman Trilogy.