Como tarareaba el Dúo Dinámico entre sonoros golpes de baqueta, en aquella balada inmortal, «el final del verano llegó…» (otra vez), aunque —este septiembre en particular— lo que todo el mundo espera y ansía es que ese «…y tú partirás», con el que continuaba la canción, no esté dedicado esta vez a un melancólico romance estival, sino a un definitivo adiós a la maldita crisis provocada por el Covid, dando así paso a un otoño de recuperación económica para el principal sector de nuestro PIB: el turismo.
Manuel de la Calva y Ramón Arcusa publicaron este single (titulado en realidad Amor de verano) allá por 1963, cuando el número de españolitos que se pasaba el agosteo en la costa era aún muy reducido. Por entonces, el ombligo del veraneo chic no residía ni en la Playa de Illetes de Formentera ni en las dunas gaditanas de Zahara de los Atunes (todavía apenas explotadas) sino en el sorprendente pueblecito alicantino de Benidorm, un clarividente enclave mediterráneo, pionero en la enorme explosión que estaba por venir.
El impulsor de aquel bendito disparate fue su alcalde, Pedro Zaragoza Orts (su historia, entre la leyenda y la realidad, se desgrana en el fantástico documental El hombre que embotelló el sol), quien —en década tan temprana aún como los cincuenta— diseñó un ambicioso y moderno Plan General de Ordenación Urbana que transformó aquel pintoresco pueblo marinero de pesca y almadraba en un tubo de ensayo del futuro, con largas avenidas junto al paseo marítimo, ajardinados ensanches, restaurantes, complejos hoteleros y torres de apartamentos que ascendían hasta las nubes, un paradigma turístico que convertiría (para bien y para mal) a nuestro país en una potencia mundial en este segmento.
El giro copernicano que lo cambió todo fue cuando se dejó de hablar de veraneantes para empezar a conceptuarlos como turistas, es decir, se pasó de sacar un dinerillo extra durante los meses de estío (a través del alquiler y de un pequeño comercio ad hoc) a generar una verdadera actividad industrial, un motor económico de desarrollo y riqueza.
El franquismo no era una ideología amiga de aventuras aperturistas. Además de problemas de seguridad pública, abrir nuestras playas a aquellas hordas extranjeras —con sus inmorales bikinis y sus largas melenas ye-yés— era como entregar las llaves del castillo a ideas políticas progresistas y licenciosas costumbres morales.
Sin embargo, la catarata de divisas que inundó a cambio los bolsillos del estado era tan refrescantemente beneficiosa que sus molestos inconvenientes fueron pronto asumidos y admitidos por las autoridades.
Surgieron además, por aquella misma época, los brotes verdes de una clase media española que accedía por primera vez a la posibilidad de disfrutar de unas vacaciones pagadas, una conquista reservada hasta entonces a los estratos más privilegiados y pudientes de la sociedad.
Precisamente, una versión evolucionada y digitalizada de aquella primera generación de turistas nacionales (sus nietos, diríamos) ha sido la que durante este 2021 ha llenado —¡y de qué manera!— las playas y montañas de nuestro país, compensando así la sangría de visitantes foráneos provocada por las restricciones sanitarias.
He de reconocer que, hasta hace unos pocos años, nunca antes había parado por Benidorm (seguramente, algunos tontos prejuicios me impedían hacerlo). Acudí hasta allí invitado por una agencia de comunicación (prebendas del periodismo life style) que promocionaba un hotel de lujo temático, decorado y ambientado como un paraíso asiático.
Descubrí una ciudad posmoderna, sumamente interesante desde un punto de vista urbanístico, arquitectónico, sociológico y marketiniano, y muy influida por la cultura pop (un museo vivo, en cierto modo). Una versión castiza, salvando las lógicas distancias, del espíritu Las Vegas, con todo lo que ello implica de representación y simulacro, aunque también de hedonismo y convivencia. Nos guste más o menos su propuesta turística, no se puede negar que la historia de su nacimiento y desarrollo resulta de lo más estimulante.
Curiosamente, hasta en tres ocasiones ha sido noticia este verano Benidorm por motivos bien distintos:
Una, por la definitiva apertura del edificio Intempo (paralizada su licencia durante años), el rascacielos residencial más alto de toda Europa, un icono visible desde cualquier rincón de la localidad, el cual —no sé por qué, cuando lo vi por primera vez— me recordó en su simbología faraónica al hotel Ryugyong de Pyongyang, la capital de Corea del Sur.
Dos, el estreno de Benidorm, la serie de Antena3 (producida por los mismos responsables del éxito Allí abajo) que explora el extraño e idílico romance existente entre el País Vasco y esta la alicantina, situados ambos a más de 700 kilómetros de distancia en el mapa.
Y tres, el regreso —gracias al empeño de RTVE— del Festival de la Canción de Benidorm, que se celebrará de nuevo en febrero del año que viene y cuyo ganador representará a España en el Festival de Eurovisión, un sello y una marca que nos devuelven precisamente al nostálgico aroma añejo con el que iniciábamos este texto.
Porque ya lo cantaba Julio Iglesias, ganador del festival en 1968. En Benidorm, al final, la vida sigue igual.