No tendría más de 10 años cuando alguien, desgraciadamente no recuerdo quién, me dijo que, si tienes que poner una excusa, cuanto más rocambolesca sea, más creíble sonará. La perspectiva de un futuro plagado de inventiva, más cierta obsesión a asumir como propios ciertos mantras absurdos, me hizo abrazar este consejo con obstinada convicción.
Recuerdo practicarlo con fruición, alegando, por ejemplo, que un señor se había resbalado por las escaleras en el subterráneo de Indautxu, Bilbao, para justificar que hubiera llegado tarde a una clase de «Aprender a aprender» (sí, entiendo tu mueca, cosas de nuestro sistema educativo). En esa clase aprendí por lo menos una cosa: que el consejo que me habían dado funcionaba. Se abría ante mí un mundo de posibilidades que empezaba con un simple «Es que…».
Con una pueril pasión, comencé a hallar muestras de su utilidad más allá de nuestra adorable cotidianidad. Por ejemplo, Juan Carlos Ferrero miraba las cuerdas de su raqueta tras un golpe fallido y yo veía en este gesto una prueba del consejo recibido años atrás, sentía que con ese detalle explicaba su mala acción, conseguía librarse del juicio deportivo proyectando el mensaje de que las cuerdas se habían movido y por eso había fallado el golpe. Y no hacía falta decir más.
Pensaba que mi idilio con las excusas bizarras iría remitiendo con el paso del tiempo, pero la realidad es que creció como Roberto Dueñas. La tecnología y el uso que le damos no ha hecho más que aumentar las posibilidades de buscar razonamientos absurdos, pero efectivos. «No me iba el móvil» es en realidad un argumento peregrino y difícilmente creíble desde el raciocinio: la tecnología actual funciona el 99% de las ocasiones, muy posiblemente tu WhatsApp muestre conexiones tras el mensaje o la llamada, tu móvil está encendido hoy y nadie en su sano juicio puede pensar en una recuperación milagrosa, pero… La excusa es válida porque, en su esencia, es rocambolesca.
«Hay intangibles»
Quizá terminé en marketing por nuestra innata capacidad para recurrir a excusas insondables que, la verdad sea dicha, siguen funcionando. Cuando se cuestiona nuestro impacto en ventas, nuestro onanismo nos lleva a una vacía justificación como: «Hay intangibles»; si se plantea la escasa conversión de cualquier actividad que llevemos a la práctica, siempre funciona afirmar: «Es que iba a Awareness»; y, si todo eso no surte efecto, siempre queda recurrir a mi prefererida: «No importa, era un piloto y tenemos muchos learnings«. Casi siempre salimos indemnes.
Suelo preguntarme muchas veces por qué aceptamos como válidas estas excusas. Me gusta creer que es un pacto tácito entre todos, que sabemos que el mundo sería mucho más aburrido sin estas azarosas justificaciones y que somos conscientes de que desenmascarar al infractor supone invalidarnos a nosotros mismos para futuras ocasiones. Aunque quizá esto que digo sea sólo una rocambolesca explicación más.
Feliz lunes y que tengáis una gran semana