Opinión Kerman Romeo

La sonrisa de Adriana

Ojalá pudiera conservarse para siempre esa naturalidad.
Adriana Cerezo, medallista española en los Juegos Olímpicos de Tokyo.
Adriana Cerezo, medallista española en los Juegos Olímpicos de Tokyo. Foto: COE

En 2003 se emitió “Waku, Waku” por última vez, Telecinco apostó por el dudoso y premonitorio “Hotel Glam” y fue el centenario del Atlético de Madrid, con la consiguiente canción de Joaquín Sabina. En noviembre de ese año también nació Adriana Cerezo, flamante plata olímpica en los Juegos de Tokyo. Puede parecernos que ha pasado un mundo desde entonces, pero apenas son 17 años largos. En ese tiempo habrás cambiado mucho, tendrás más canas, te habrán echado de algún trabajo, habrás tenido algún fracaso amoroso, te arrepentirás de mucho de lo que decías entonces, habrás perdido a alguien importante (esto parece un horóscopo) o habrás descubierto que los argentinos dicen “Vamo” en vez de “Vamos”. Pero, en realidad, sólo son 17 años, el tiempo que a la taekwondista alcalaína le ha dado para convertirse en una adolescente y también en medallista olímpica.

Mi trayectoria vital se parece a la de la joven deportista lo mismo que la escultura de cera de Fernando Alonso al asturiano de carne y hueso: nada. Pero, viéndola saltar al tatami de los Juegos Olímpicos risueña, con una sonrisa tan genuina y con un andar saltarín, recordé que no hace tanto, ese año 2003 en el que Adriana Cerezo nacía, yo tenía 15 años. Aunque mi relación con el taekwondo se limita a un par de sonrojantes clases que di con mi amigo Aitor, me reconocí, de alguna manera, en esa sonrisa despreocupada. Y también reconocí a decenas de adolescentes, desde mis amigos de aquel entonces hasta los chavales que veo hoy por la calle caminando desgarbados. Reconocí esa inocencia que pronto se agota como una cerilla del “Todo a 100” en el brillo de sus ojos, los labios separándose sin tener que forzar como si estuvieras en una foto de boda, la emoción constante, como la llama del pebetero.

Adriana Cerezo se parecerá a ti lo mismo que los zapatos del Kichi a los del Pequeño Nicolás, pero estoy convencido de que esa sonrisa la reconoces. Es la belleza de lo genuino, de cuando aún la rueda no te ha ensuciado. Ojalá pudiera conservarse para siempre ese rictus natural. El sábado Adriana Cerezo ganó una medalla olímpica, pero a la vez también comenzó un nuevo reto, quizá mucho más difícil: seguir sacrificándose año tras año, sin la certeza de que el éxito vuelva a repetirse; sentir un intensísimo amor mediático que desaparecerá como el Guadiana durante cuatro años; descubrir demasiadas cosas no tan bonitas, tanto en el deporte, como especialmente fuera de él. Y el reto más importante y difícil de todos: que la llama de esa sonrisa genuina no se apague jamás.

Feliz lunes y que tengáis una gran semana.

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