Intuitivo, generoso, pasional y con una visión muy innovadora de lo que el arte puede aportar a la sociedad. Heredó un maltrecho imperio industrial y gran parte de una colección privada de arte clásico que sirvieron de cimientos del que hoy es su legado.
Las ocho décadas de vida de Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza (1921-2002) estuvieron marcadas por las disputas familiares, por matrimonios tortuosos decorados con joyas, animales exóticos y excesos propios de quienes no se preocupan por el saldo en su cuenta a fin de mes. Pero, al tiempo, sus valores y su compromiso social sirvieron de motor para, primero, respetar el proyecto que su padre construyó en la casa familiar de Lugano (Suiza) y, más tarde, romper esas barreras que impone un patriarca y reflejar su gusto en cada obra adquirida.
“Todas las obras de arte son para el público. Incluso si pertenecen a alguien, creo que no deberían estar en una habitación a oscuras. Deberían poder ser admiradas por todo el mundo“, defendía el barón.
Su labor de mecenas y coleccionista de arte convirtió la colección de arte privada de su familia en “una herramienta que, independientemente de su valor artístico e histórico, es un instrumento para mejorar la calidad de vida de las personas y lograr su entendimiento”, afirma a Forbes Evelio Acevedo, director general del Museo Thyssen-Bornemisza.
¿Cómo un hombre de negocios, formado en Derecho y Filosofía, sin interés inicial por el arte se convierte en el gran coleccionista del siglo XX? “Quería sacarle partido a la vida y supo aprovecharlo”, añade Juan Ángel López-Manzanares, conservador del Museo Thyssen-Bornemisza.
El nieto del emporio acerero que aprendió a amar el arte
Hans Heinrich, Heini en su círculo, nació en una localidad costera cercana a La Haya (Países Bajos). Era el menor de los cuatro hijos del matrimonio formado por el empresario alemán Heinrich Thyssen y la baronesa húngara Margit Bornemisza de Kászon. Creció alejado de sus padres pero arropado por su abuelo August, fundador de la metalúrgica Thyssen, que veía en él la persona que daría continuidad a la dinastía. Su abuelo August, además de levantar el que fuera el imperio acerero más importante de Europa en el siglo XX, sirvió de mecha para el afán coleccionista que más tarde cultivarían tanto su hijo como su nieto. De hecho, las esculturas de Rodin que hoy pueden verse en el museo madrileño son parte de las obras que August encargó al escultor tras conocerle en la Exposición Universal del año 1900.
A su muerte en 1926, el emporio familiar se divide entre sus dos hijos, Fritz y Heinrich. Con un espíritu muy conservador, menospreciando las obras más allá de mediados del siglo XIX, el primer barón Thyssen comienza a dar forma a una colección de obras pictóricas de los grandes maestros que decide exponer en una mansión que compra para ello a orillas del lago Lugano. Villa Favorita se convierte así en la galería privada de los Thyssen-Bornemisza, un lugar en el que recibir a amigos y familiares, pero cerrado al público. A finales de los años 30, Heinrich decide que sea su hijo menor el que herede los negocios familiares, ya que ni sus hermanas ni su hermano mayor, más inclinado por la ciencia que por la industria y el arte, quisieron involucrarse en las empresas de los Thyssen. El joven Heini quedó así al frente de un emporio de una dimensión de la que no era consciente y en medio de un conflicto bélico que mermaría el patrimonio familiar, la II Guerra Mundial.
Heini comparte más tiempo con su padre en los últimos años de este. Las idas y venidas por la galería que su padre había levantado en Villa Favorita, contemplando obras del renacimiento, del barroco, sirvieron para despertar en Heini un respeto que con los años se transformaría en pasión, casi en obsesión. El joven barón heredó el grueso de la colección pictórica de su padre, 363 de las 534 obras. Su primera labor fue recuperar de manos de sus hermanos esa herencia fragmentada y recomponer la colección tal y como su padre la había conformado durante décadas. Después llegaron sus primeras compras fuera del entorno familiar, pero aún marcadas por la visión rígida de su padre. Pero ese espíritu vividor de Heini no podía quedarse en El Greco, por mucho que admirara a los grandes maestros.
“El barón contaba que no temía intención de ser coleccionista, pero se fue involucrando poco a poco. Lo primero que hizo fue abrir al público Villa Favorita e intentar mostrar la colección tal y como la había tenido su padre”, explica a este medio el conservador del Museo Thyssen. “Poco a poco fue aprendiendo, interesándose por distintos aspectos de la pintura occidental y logró reunir una colección con esencia de museo, con obras que recorren desde el siglo XIV al XX y mostrando una inclinación por una pintura más gozosa de ver, con color, empaste y pincelada que se salen del academicismo”, agrega.
“El expresionismo es una droga, aquí estoy de nuevo…”, escribió en el libro de invitados de la galería R. N. Ketterer, en Campione d’Italia en 1964
El barón y su forma de entender el arte dieron un giro de 180 grados a principios de los años 60. “El expresionismo es una droga, aquí estoy de nuevo…”, escribió en el libro de invitados de la galería R. N. Ketterer, en Campione d’Italia en 1964. Hacía tres años que se había desmarcado de la senda establecida por su padre y había comprado su primera obra de arte moderno: una acuarela de Emil Nolde titulada Joven pareja.
Esa subasta en la casa de subastas Stuttgarter Kunstkabinett fue el espoleo definitivo para que Heini cambiara el rumbo de una colección construida con devoción por el arte clásico durante décadas. Años más tarde reconocería que aunque su interés en esta corriente se remontaba a sus años de estudiante, no era capaz de tratar el tema con su padre, como recoge López-Manzanares en su estudio sobre los orígenes del coleccionismo del barón.
Desde ese momento, el barón se lanzó de lleno a la exploración de los movimientos artísticos del siglo XX. Este empresario viajero, cosmopolita, supo apalancarse en las ventajas que le ofrecía su posición para abrir su mente a todo lo que el panorama artístico pudiera ofrecerle. Esta pasión fue, además, el contrapeso ideal para sus agitados episodios personales y profesionales. Mientras lidiaba con matrimonios que perseguían su riqueza, plagados de infidelidades, y otras tesituras vitales, el barón tomaba como punto de referencia su colección pictórica y le servía de refugio y diversión a la que acudir cuando arreciaba la tormenta.
De Villa Favorita a Villa Hermosa
Este empresario “generoso y humanista ve en el arte un canal para comunicar y conectar personas y culturas“, explica el director general del Museo Thyssen. Este impulso le llevó a querer mostrar las obras de la colección más allá de la galería familiar y empezó a prestar sus obras a museos en todo el mundo, a impulsar exposiciones itinerantes que acercaran las obras a los ciudadanos, desde los trabajadores de sus empresas en pequeñas ciudades alemanas hasta en la lejana Asia, donde la vigencia de ideas políticas distintas de las de occidente estaban causando distintos conflictos.
“Para el barón, el arte era un embajador entre naciones enfrentadas“, apunta López-Manzanares, que destaca que la colección del barón Thyssen fue la primera en exhibirse en la antigua URSS y que él fue el encargado de lograr que el arte soviético llegara a occidente cuando todavía ni siquiera había caído el Muro.
Romántico incurable que no cejó hasta encontrar, en su quinta esposa, la estabilidad y la complicidad de quienes comparten desayunos y pesares. Conoció a Carmen Cervera (Barcelona, 1943) en 1981 y se casaron cuatro años más tarde. La quinta baronesa, la definitiva, tuvo un papel clave no solo en esa última juventud del barón, sino en el desembarco de parte de la valiosa colección Thyssen en Madrid.
Para principios de los años 80, con tres divorcios a cuestas y un cuarto en ciernes, el barón comenzó a preocuparse por la unidad de su colección. Tres hijos de diferentes esposas, con intereses e inclinaciones diversas no auguraban precisamente unidad cuando él faltara “y tenía que su colección quedara desgajada como le había pasado a su padre”, apunta López-Manzanares. Al tiempo, el número de obras de arte moderno había crecido considerablemente y no podía exponerlas debidamente en Villa Favorita. Había llegado el momento de ampliar la galería.
Aunque tenía proyecto y arquitecto, para mediados de la década, la idea de la ampliación para Villa Favorita no logró materializarse y el barón comenzó a buscar una nueva ubicación fuera de Suiza. Las ofertas no tardaron en llegar: desde Los Ángeles a Hamburgo o Londres. El propio príncipe Carlos de Inglaterra trató de convencerle de que el futuro de su colección estaba en Reino Unido.
Pero para el barón, los proyectos propuestos no acababan de encajar: “Tenía claro que no quería llevar su colección a EEUU. Su padre había comprado muchas obras europeas de manos de coleccionistas norteamericanos en los años 30″, recuperando así patrimonio del Viejo Continente, y “llevarlo de nuevo allí no le entusiasmaba”, comenta el conservador. Los vínculos con Alemania también pesaban, pero ofrecían dividir la colección de arte moderno y la de antiguo, y eso tampoco entraba en sus planes.
Fue así como, a finales de los años 80, y tras mucho trabajo y negociaciones, España consigue que la colección Thyssen llegue a Madrid. “Se logra una colección que es una lección de historia del arte en menos de 1.000 pinturas. Una panorámica de seis siglos en la que no hay muchas obras menores que estén en los almacenes del museo”, añade López-Manzanares.
El acuerdo alcanzado con el Gobierno español implicaba el préstamo durante nueve años de 775 obras y la construcción de un espacio específico para albergarlas. Nacía así el Museo Thyssen-Bornemisza para el que se invirtieron alrededor de 4.000 millones de pesetas y que, inaugurado apenas un mes después que el Reina Sofía, pondría el broche a lo que hoy conocemos como el triángulo de oro del arte de Madrid. “Encontró un gran apoyo tanto por parte de las autoridades españolas como de la infanta Pilar o el duque de Badajoz. Se construyó uno de los museos más vanguardistas del momento en cuanto las técnicas de conservación de la época y eso para él tenía un valor importante”, considera el experto.
Un año después de la apertura del museo, en el palacete de Villa Hermosa que se encargó de reformar el arquitecto Rafael Moneo, el Gobierno español cerró un acuerdo histórico con el barón: la adquisición de la colección que formaba parte del museo. ¿El precio? Para los expertos, una ganga: 350 millones de dólares. El valor de tasación del conjunto superaba los 1.500 millones. El barón consideraba que la posición del museo era “única”, difícil de igualar en otras ciudades, algo que facilitaba su plan de facilitar que todo el mundo pudiera conocer esas obras. La condición era que los cuadros no se vendieran.
“Es una adquisición importante de patrimonio para nuestro país y sirve para culminar eso que el barón denomina ‘triángulo mágico’ en Madrid formado por el Museo del Prado, el Reina Sofía y ahora el Thyssen, que forman un conjunto único y de gran calidad”, afirmaba el que fuera uno de los padres de la Constitución de 1978 y ministro de Cultura durante el tercer Gobierno de Felipe González, Jordi Solé Tura.
El legado Thyssen
El barón conformó su colección asistiendo a galerías y subastas. Estudiaba de forma metódica los catálogos y analizaba los estilos y obras de cada artista para sopesar tanto el aporte que podía hacer a la colección como su gusto real por la obra. Deseaba que su colección reflejara, de alguna manera, parte de quién era él. Aunque contaba con asesores, estos jugaban más un rol ‘rastreador’ que decisor.
Aunque no fue de esos mecenas y coleccionistas que establecían lazos con los artistas, sí labró vinculación con la Escuela de Londres, formada por pintores como Francis Bacon o Lucian Freud, que le retrató en dos ocasiones. Para López-Manzanares uno de los mayores aportes del barón Thyssen fue, precisamente, el foco que puso sobre el arte del siglo XX. Su labor de mecenazgo, apostando por autores desconocidos, ha sido clave para que llegaran a nuestros días corrientes como el arte americano de comienzos de siglo. “Era muy poco reconocido cuando él comenzó a coleccionarlo y ahora el Thyssen es el único museo de Europa donde se puede contemplar arte norteamericano fuera de EEUU y de los países de su órbita”, explica.
La colección Thyssen ha servido de palanca económica para Madrid. El triángulo de arte ha sido muy positivo para que la ciudad tenga una de las mejores ofertas culturales en pintura occidental
Y aunque sea difícil cuantificar el impacto que la colección Thyssen ha tenido para España, Evelio Acevedo, su director general desde 2005, reconoce sin dudarlo que sirve desde hace casi tres décadas como “palanca económica” para Madrid. La capital, “sin el sol y playa, mueve turismo cultural y ese triángulo de arte ha sido muy positivo para que la ciudad tenga una de las ofertas culturales en pintura occidental más importantes”, añade. Desde su apertura en octubre de 1992 casi 25 millones de personas han recorrido sus salas, la mitad de ellas viajeros internacionales.
Además, siguiendo la senda que dibujó el barón, el museo ha sido pionero en ofrecer el acceso digital a su colección. ¿Qué pensaría Heini de esto? “Estoy seguro de que sería uno de los objetivos que se habría marcado en un momento como el actual. En ese espíritu de hacer llegar su arte al mayor número de personas lo que hacía era facilitar las exposiciones temporales que viajaban por el mundo. Hoy en día, además de esas acciones, está la tecnología que permite llegar a cualquier audiencia”, destaca Acevedo, que pone en valor la labor educativa y de integración de personas en riesgo de exclusión.
Hans Heinrich, segundo barón de Thyssen-Bornemisza, cumpliría este martes 13 de abril cien años y el museo que lleva su apellido le rinde homenaje con actividades que tendrán lugar durante esta semana y un programa de exposiciones que se prolongará durante los próximos meses.