“Siempre pensamos que en siete días todo terminaría, que en siete días nos rescatarían y volveríamos al hotel a hacer nuestra vida normal. Esa idea se esfumó. Se transformó en la realidad de ‘de acá no te vas’. Es un desasosiego porque ya nadie te busca, es una sensación de estar muerto para el mundo y que no podrás volver a ver nunca más a tu papá, a tu mamá, a tus hermanos”. Quien recuerda este trágico momento es Antonio ‘Tintín’ Vizintín (70 años, Montevideo, Uruguay), superviviente de uno de los accidentes aéreos más sobrecogedores del siglo XX. Esos siete días se transformaron en 72, perdidos en la montaña, con un clima que no les dio tregua. Tintín tenía 19 años.
Ocurrió el 13 de octubre de 1972. Era viernes. Ese era un fin de semana lleno de ilusiones para un joven equipo de rugby que viajaba desde Uruguay hasta Chile para el cierre de temporada. Jóvenes, de entre 17 a 20 años, del equipo Old Christian Club de Carrasco de Montevideo viajaban con familiares y amigos. Ese fin de semana lleno de anhelos se transformó en una verdadera tragedia. Ni ellos mismos imaginaron lo que estaba a punto de suceder.
El avión de las fuerzas aéreas uruguayas en el que viajaban se estrelló contra la cordillera de Los Andes. Quienes sobrevivieron al impacto tuvieron que hacer frente a todo tipo de adversidades: desde el frío extremo de la cordillera más larga del mundo hasta el hambre y la muerte de algunos de estos jugadores y familiares que iban en el avión, porque sobrevivir en aquel lugar era casi imposible. Quienes consiguieron superar un día tras otros, tuvieron que hacer frente a una segunda tragedia: a la semana del impacto, se enteraron por radio que las labores de búsqueda habían sido suspendidas. Los sobrevivientes quedaron solos a su suerte.
Pese a que los dieron por muertos, lograron continuar, pero la comida empezó a escasear. Las provisiones eran cinco tabletas de chocolate y cinco de nougat [turrón a base de miel, huevos y almendras], caramelos, dátiles y ciruelas secas, dos latas de mejillones, tres tarros de mermelada y botellas de vino. Todo a repartir entre 28 personas. Una semana después, cuando se acabaron esas reservas, y sin señales de ser rescatados, no tuvieron más remedio que recurrir a la antropofagia: comerse los cuerpos de sus amigos y familiares al ser el único sustento.
Una práctica que Gustavo ‘Coco’ Nicolich, miembro de la expedición fallecido en la cordillera, dejó escrito en una carta: “Yo había rezado a Dios desde lo más profundo de mi ser para que este día no llegara nunca, pero ha llegado y tenemos que aceptarlo con valor y fe. Fe, porque he llegado a la conclusión de que si los cuerpos están ahí es porque Dios los ha puesto ahí […] si llega el día en que yo pueda salvar a alguien con mi cuerpo, lo haría con mucha alegría”.
Por su parte, Tintín recuerda la tragedia como «un momento complicado de explicar, por todas las cosas y emociones por las que pasas. Solo tenías que seguir para adelante. Vivir lo que estábamos viviendo”. Y todo esto en uno de los sitios más hostiles del planeta, donde sólo 16 de los 45 pasajeros de ese maldito avión sobrevivieron.
LA SOCIEDAD DE LA NIEVE
Lo que ocurrió a más de 3.000 metros de altura y con temperaturas que alcanzaron los 40 grados bajo cero se fue conociendo con el pasar de los días. Filtraciones a la prensa chilena de la época provocaron que la historia de los supervivientes se conociera en el mundo sólo porque recurrieron a la antropofagia. Al tiempo decidieron contar sus testimonios de supervivencia, en uno de los lugares más inhóspitos del planeta. Lo hicieron en unas grabaciones que Piers Paul Read convirtió en el libro ¡Viven!, que luego se transformó en una película en 1993.
12 años después, es el periodista Pablo Vierci quien cuenta su historia en el libro La Sociedad de la Nieve. El escritor fue compañero de colegio y vecino de quienes protagonizaron esta tragedia, de manera que el texto recoge los testimonios de los supervivientes, pero también se cuenta la historia de los que no consiguieron salir de aquella cordillera. Basado en este libro, el director español Juan Antonio Bayona dirige una nueva película que se estrena en cines el 15 de diciembre, este jueves se celebra el preesteno, y llega a Netflix el 4 de enero. Una historia tan esperada por si impacto real en la sociedad de todo el mundo que el filme de Bayona ya cuenta con una nominación a los Globos de Oro, en la categoría de Mejor película de habla no inglesa. Y todos sabemos que estos premios son la antesala de otros más grandes. ¿Habrá hueco para ella en los Oscar? Habrá que esperar hasta el 23 de enero para saberlo, fecha en la que se dará a conocer la lista completa de nominaciones a estos premios de la Academia.
UN TESTIMONIO DE ALTURA
51 años después del accidente, hablamos con el superviviente Antonio “Tintín” Vizintín sobre la tragedia de Los Andes, el impacto que ha tenido en su vida y sobre el acontecimiento que ha devuelto esta historia de miedo a la actualidad: el estreno de esta nueva película que narra los hechos. Desde Montevideo, sentado delante del ordenador de su despacho, se entrega a una cálida conversación. Las distancias se reducen, nos olvidamos de los 9.709 km que nos separan y las cuatro horas de diferencia que hay entre Uruguay y España. Es la conversación con un superviviente, que recuerda algunos episodios con nostalgia, pero sobre todo lo hace para honrar a sus compañeros fallecidos.
¿Vio la película de Juan Antonio Bayona? ¿Qué le pareció?
La he visto cuatro veces. La vi una primera vez y a los dos días pensé ‘¿qué respondo si alguien me pregunta qué viste?’. La respuesta es que no lo sé. La verdad es que me estuve transportando durante toda la película desde el cine hasta el lugar de los hechos. Iba cotejando si se parecía o no a lo que vivimos. La segunda vez que la revisé empecé a ver la película con mayor realismo, y ya a la tercera vez pude rescatar una cantidad de detalles que la emoción de la primera vez no me dejó apreciar.
¿Hay diferencias con Viven?
La Sociedad de la Nieve es una película que te transporta mucho, porque hay mucha realidad. Contrariamente a lo que fue ¡Viven!, que mostró poco de la historia y había muchos pedazos dramatizados. Acá las escenas ya eran suficientemente dramáticas per se, para que el espectador pueda darse cuenta de las condiciones en que estábamos. Eso en ¡Viven! no aparece.
Cuando ves los planos elevados puedes ver la soledad en la que estábamos, el frío que sentíamos. Ves esa montaña que te impacta y te preguntas “¿de aquí cómo me voy?”. A medida que va avanzando la película, te vas metiendo en los personajes y vas viendo cómo se van deteriorando física y mentalmente. Vos de estar bien pasas a no comer, a tener sed, angustia. Eso te lo transmite La Sociedad de la Nieve.
¿Participó en el rodaje?
No, pero sí tuve mucho contacto con la producción. Bayona y su gente me llamaban. A pesar de la diferencia horaria saben que me levanto temprano. Me consultaban “¿este tarro era así?”, “¿cómo resolvieron esta situación?”. Era un diálogo constante respecto de si esto y lo otro era cierto, si pasó de esta forma o de otra. La idea de Bayona era apegarse a la realidad de lo que pasó en la montaña y eso es fundamental, te da la visión de verdad y no de novelado. A veces confundía si lo que veía eran las fotos que saqué en la montaña o si era lo que estaban filmando.
En la película no se cuenta la historia sólo de quiénes sobrevivieron, sino que también de aquellos que no. ¿Qué siente al verlos?
Empiezas a ver la película tranquilo, bueno, tranquilo es un decir, la verdad. Ves el accidente, que está muy bien hecho. Y pasas luego por momentos de dolor. Pero después, cuando empiezan a aparecer en el costado los nombres de Carlos Valeta, 19 años, fulanito de tal 22 años… Miras para atrás y… [En este momento la voz de Antonio se entrecorta]. Me emociona porque eran chiquilines los que murieron.
Usted también era joven, tenía sólo 19 años.
Sí, pero yo sí puedo contar la historia. Es fuerte porque vos decís “eran tan jóvenes y murieron ahí”. Si me dices que pude haber sido yo también, sin duda. Cuando recuerdo que eran mis compañeros de clase, mis amigos, ahí te empieza a pegar todo muy fuerte.
¿Qué sensación tuvo cuando todo ocurrió?
En ese momento no se te ocurre pensar en el futuro, sólo existe el presente. Vivimos el presente y buscamos soluciones para ese presente. Yo iba a Chile a conocer por primera vez lo que era la nieve. Y me encuentro con ese macizo montañoso, que tenía un volcán y al final un valle. En ese momento vos salís, mirás y decís: “¿Cómo me voy?, ¿Dónde voy si todo es nieve?».
Sólo había presente. Pensaba “voy a vivir hoy, tal vez mañana, no sé cuanto voy a vivir”. Pensamos que en siete días se terminaba, que en siete días nos rescataban y que volveríamos al hotel a hacer nuestra vida normal. Esa idea se esfumó. Se transformó en la realidad de “acá no te vas”. Es un desasosiego porque ya nadie te busca, una sensación de que estar muerto para el mundo y que no podrás volver a ver nunca más a papá, a mamá, a tus hermanos, porque no sabes cuándo te vas a morir. Es un momento complicado de explicar, todas las cosas y emociones por las que pasas. Sólo tenías que seguir para adelante. Vivir lo que estábamos viviendo.
Solo quería volver a casa, con mamá, papá y mis hermanos. Le pedía a Dios volver a casa, al menos, poder despedirme de ellos. Si eso pasaba, después podía volver y morir. Pero cuando te vas de la casa y solo decís chao con liviandad, pensando que el lunes nos volveríamos a ver, me generó un retorcijo que dices: “Los debí haber abrazado, besado, haberles dicho lo mucho que los quería”. Eso es algo que te conmueve arriba, quieres volver a despedirte, aunque tengas que morir después.
¿Qué planes de vida tenía?
Yo estaba estudiando Derecho en ese momento. Iba a este viaje de fin de temporada. Pero todo eso se acabó, quedó en la nada.
¿Recuerda contra quién iban a jugar?
Contra los Old Boys de Chile, ex alumnos del colegio Grange. Ellos habían ido por primera vez en 1971 y fue un buen intercambio. Por eso queríamos ir nosotros al año siguiente. El viaje a Chile era el gran viaje. Ahora se viaja mucho más. Pero ir a Chile en ese momento era el gran viaje, lo más grande que nos podía pasar y tenías una cantidad de expectativas. Después te encuentras con relatos de amigos que intentaron llegar al lugar, cuando supieron que estábamos vivos. Ahí decís «qué bárbaro, sin conocernos y sólo unidos por el rugby y quisimos hacer un disparate tan grande».
¿Le molesta rememorar estos momentos constantemente?
Ese momento es parte de mi vida. No es algo que quiera borrar. Es algo que me pasó hace 51 años. No lo puedo borrar, evidentemente. Lo siento y me emociona. Quizás uno con la edad se pone un poco más sensible, pero me emociona pensar que fui capaz de hacer todo eso cuando tenía 19 años. Además es una forma también de recordar a los compañeros. Eso hace que vivas también, que uno se sienta útil por lo que pasó, porque te permite transmitir que somos seres con muchas capacidades. Muchas veces no nos damos cuenta de ese poder que tenemos como ser humano.
Evidentemente estas experiencias te marcan ¿cómo afectó a su desarrollo y a sus relaciones?
Sabes hasta dónde sos capaz de llegar, sabes que tienes esa fuerza. Claro que la vida te lleva a olvidarte de lo que pasaste, no podés vivir siempre pensando que tienes el traje de Superman. Yo no lo tengo, lo tuve allá arriba pero acá ya no lo tengo. Soy una persona normal que vive las mismas cosas que todos. Aunque sí te muestras más agradecido a tus padres, les dices más veces que los quieres, también te pasa con tus hijos y con tus nietos. Yo soy bastante duro en eso, pero tienes que soltarte y decirles lo mucho que los quieres, si no, no lo saben. Un ‘machito’ no es capaz de decirte eso, porque no puede mostrar su lado blando.
¿La gente le reconoce en su día a día?
Más de una vez la gente se da la vuelta en un restaurante para mirarte y, pese a los 50 años que han pasado, sabes que están hablando de vos. Y ahora con el tema de la película y del libro vuelve a resurgir. Es parte de mi vida.
¿Y sus hijos y nietos le hablan de lo que le ocurrió?
Ayer venía de Buenos Aires en coche. Mi hija me pidió que pasara a buscar a mi nieto. Veníamos con un amiguito de él, casualmente vieron la película la semana pasada. El viaje lo aprovechó para hacerme preguntas de la película. Fueron dos horas donde me fue preguntando cosas, unas y otras y otras. En el caso de mis hijos ellos conocen la historia y saben lo que pasé. Piensas que sos solo papá, pero ellos te tienen en un pedestal, sos como un súper papá.
¿Y las mujeres que le han acompañado a lo largo de su vida en este proceso?
Son personas que han estado a mi lado y que siempre me han guiado. El camino no lo haces solo. [Antonio suspira, se emociona] Uff y bueno… acá se da otra cosa. La mamá de mis hijos murió en 1991 y me quedé con una nena de 10 y un hijo de ocho. Hasta el día de hoy sigo sintiendo lo que viví con ella, con mis niños y eso me marca mucho. Siempre dicen que detrás de grandes hombres, no es mi caso, hay grandes mujeres, que te guían, te acompañan y te aconsejan. Las mujeres tienen una visión distinta que los hombres en muchas cosas. Ellas perciben las cosas sin necesariamente tener experiencia, no sé cómo lo hacen. Tienen esa cosa de apoyo, de dulzura que te hace sentir parte de algo.
En el caso de mi hija, Lucía, cuando ella perdió a su madre tenía 10 años. Ella asumió un papel importante en la familia, se puso en el rol de madre. En un momento le dije: “Vos no podés tomar esas responsabilidades”. Pero mis hijos facilitaron mucho mi dolor con su compañía, en ese camino juntos.
[Su voz se quiebra] Siempre me acuerdo… Patricio [su hijo] estudió en España, estudió arquitectura en la Universidad Europea. Él me mandaba cartas y cosas y siempre firmaba “somos mucho más que tres”. Eso era algo que lo sientes, que lo seguís sintiendo. A pesar de que mi vida se encauzó por otro lado, con Josefina mi actual esposa. Pero el “mucho más que 3” es más que palabras, encierra un mundo entero que vivimos nosotros.
¿Viven en Montevideo ahora?
Sí, vivimos en Montevideo. Lucia es contadora y tiene tres hijos, Joaquín de 16, Benjamín de 13 y Milagros de 10. Patricio tiene una nena de dos años, se vino de España. Es un placer tenerlos acá. La mamá de Patricio siempre me decía: “Los hijos son del mundo”. Pero cuando él se fue sentí un puñal en el pecho. Por más que habláramos y me escribiera, no estaba acá. No podía disfrutar de una cantidad de cosas que ahora sí puedo, desde comer un asado, tomar un mate, hasta jugar con su hija. Esos son los placeres de la vida, las recompensas que tienes después de todo lo que pasaste.
Pasó por cosas muy dolorosas. ¿Con el resto de los supervivientes del Vuelo 571 aún se ven? ¿Viven también en Montevideo?
Casi la mayoría vive a la vuelta de Carrasco, salvo Pedro Algorta, que vive en Buenos Aires. Nos encontramos en el supermercado o en el barrio. Nos seguimos viendo, nos peleamos, discutimos, somos hermanos. Tenemos el denominador común que fue el accidente, que es algo que tienes como un sello grabado y que no te lo va a poder sacar nadie en tu vida hasta que nos vayamos muriendo.