Después de una semana comiendo por Normandía y Bretaña el año pasado, deleitándome con la rica comida francesa, desde los croissants de mantequilla por la mañana hasta el pâté de campagne al mediodía y el riz de veau en salsa de nata por la noche, para terminar con quesos y tarta Tatin, necesitaba un descanso. En el encantador casco antiguo de Rennes, vi una pizzería –hay muchas en la ciudad– y me entraron ganas de comida típica italiana.
El local se parecía a cualquier otra pizzería y el olor a tomate y queso fundido flotaba en el aire. Me senté en una de las mesas de formica y pedí una pizza individual. Craso error. Aunque puede que haya algunas pizzerías decentes en Francia, o en Rennes, ésta no era una de ellas. Un bocado y me di cuenta de que comer la comida de un país en otro país puede ser arriesgado. Dejé los otros trozos en la bandeja.
La lección aprendida fue que comer la comida de un país donde sólo se dispone de un tiempo limitado, es decir, de vacaciones o por negocios, es siempre la decisión más inteligente, entre otras cosas porque los cocineros de una región concreta –puede ser Provenza, Toscana, Sichuan o Goa– han tenido siglos durante los cuales han aprendido unos de otros para crear tradiciones culinarias que tienen muchas más posibilidades que pedir pizza en Rennes.
Por supuesto, el internacionalismo ha encogido la gastronomía mundial, de modo que lo mismo se pueden pedir albóndigas de sopa cantonesa en Estocolmo que enchiladas en Dublín. Y algunos pueden ser muy buenos facsímiles (con la excepción de los bagels, que nunca llegan al nivel de los mejores, aunque menguantes, bagels de Nueva York). La cuestión es que, si la mejor comida de un país o ciudad es probablemente la autóctona de esa ciudad, ¿por qué, a menos que vivas allí un año, querrías comer otro tipo de comida?
Resulta especialmente desconcertante que los artículos de viajes en revistas, periódicos y en Internet elaboren listas de los «mejores» o los «imprescindibles» restaurantes de una ciudad que incluyen media docena o más de restaurantes «extranjeros» en una lista de diez. No puedo imaginarme pasar cinco días en Praga y que me convenzan de ir a comer sushi, o una semana en Oslo y desear ir de tapas.
Por supuesto, hay ciudades muy grandes con grandes poblaciones étnicas, como Nueva York, Berlín, Tokio y Londres, donde hay restaurantes extraordinariamente buenos de todo tipo. (En Londres, en particular, hay magníficos restaurantes indios y en París algunos locales norteafricanos). Pero no tiene mucho sentido que un estadounidense vaya a Londres a comer al Hard Rock Café o a Bangkok a por una hamburguesa de wagyu. Los italianos son famosos como viajeros por su insistencia en que no hay buenos restaurantes italianos en otros lugares, pero al cabo de un día en una ciudad extranjera se mueren por un plato de spaghetti alla marinara y casi siempre quedan decepcionados.
Se lo dejaré a esos pocos gastrónomos adinerados que reservan mesa con meses de antelación en lugares como el Noma de Copenhague o el Eleven Madison Park de Nueva York para gastarse 1.000 dólares por persona durante cuatro horas y comer algo que no se parece en nada a lo que come la gente normal.
En un reciente artículo publicado en Eater.com sobre los 18 «Restaurantes imprescindibles de Bolonia, Italia», un lugar llamado Ahimè está dirigido por un equipo de jóvenes chefs que producen «platos de fermentación avanzada, casualmente creativos, en una ciudad conocida por su pesada comida tradicional, insuflando vida a la inexistente escena gastronómica modernista de Bolonia».
No he notado que la comida de Bolonia esté asfixiada por la falta de comida modernista anticuada. Pero con platos como «raviolis de calabaza acentuados con vinagre de albaricoque, nabos con lardo, ñoquis en dashi y aceite de perejil, y brásicas asadas con miso y varios fermentos frutales… y espaguetis inspirados en ositos de goma con regaliz silvestre o chitarra mezclada con hígado de pato y limón», puedo imaginar por qué el restaurante está generalmente infravalorado.
Si uno puede disfrutar de los tortellini más suntuosos acurrucados en salsa de Parmigiano o de una lasaña verde en la ciudad que los inventó, ¿por qué querría alguien comer la comida rara de Ahimè? (Que, sin sorpresa, tiene una estrella Michelin).
Se puede ser un comensal aventurero en cualquier ciudad, sin tener que beber sangre de cobra, como Anthony Bourdain en Bangkok, simplemente probando lo que los lugareños comen cada día. Puede que no todo sea de su agrado, pero al menos le permitirá apreciar mejor lo que se cuece en la cultura local, así como en la gente.