Opinión David López Canales

Leer para aprender y no para mirarnos el ombligo

El mundo editorial vive rendido a la literatura del yo: libros de autoficción en los que el autor cuenta su vida impulsado por la vanidad, generalmente con prosas pobres y un trasfondo de autoayuda.

Librería en Londres. Foto: Getty.

Leo para evadirme, para asombrarme, para dejarme abducir por una historia, para descubrir, para aprender de aquello que no conozco (que es todo), para conocer la realidad (o intentarlo), para entendernos (a nosotros, no a mí). Como escritor, leo, además, para sentir envidia. Esa envidia que bulle dentro con cada imagen certera, con cada personaje y cada diálogo memorables. Entre lo sano, esa envidia que te impulsa a dejar el libro, sacudirte los fantasmas y sentarte a escribir, y la envidia cochina de los niños, la mala, la envidia por comprobar qué asquerosamente magistralmente escriben otros y saber que no eres capaz de hacerlo así pero desearlo rozando el berrinche. 

Por eso desde hace ya tiempo me revuelven demasiado algunos fenómenos del mundo editorial hoy. No puedo con la literatura del yo, con esa autoficción, como también se la llama, en la que el autor/a nos cuenta su vida, entre la verdad y la ficción, impulsado por la vanidad y el querer publicar un libro y el lector/a lee como si las páginas de papel fueran un espejo, para verse retratado, para sentirse identificado o consolado o menos solo. Generalmente son prosas pobres, diálogos idénticos y artificiales, historias vacuas y un fondo que roza la autoayuda, con mucho supuesto trauma y lamento y abundancia de frases de esas que inundan las redes sociales con fotos de mares o atardeceres. Tampoco soporto ver los libros convertidos en un complemento para selfies, las recomendaciones que se hacen no por lo que el libro cuenta sino por lo que creemos que dice de nosotros/as hablar de él o posar con él. O la lectura convertida en experiencia colectiva, en plan de ocio de la sociedad de consumo, en check de lo que está de moda o se supone que uno/a debe hacer para formar parte de la tribu o de la burbuja y para contarlo después, porque todo se hace para contarlo y no para vivirlo. 

Inspirar o comunicar en los libros

La RAE tiene diferentes acepciones para la palabra influir. La primera es para las cosas: producir un efecto. Puede ser cualquiera, bueno o malo. Como el hierro sobre la aguja imantada, como menciona el diccionario. La segunda y tercera, para las personas: ejercer predominio o fuerza moral o contribuir al éxito de un negocio. Ambas suenan terribles. La primera por la imposición implícita, por considerar la influencia como un acto de fuerza. La segunda por la consideración del resultado exitoso como fin. La cuarta acepción se refiere a Dios: inspirar o comunicar algún efecto o don de su gracia. Esta es la que más me atrae, quitando a Dios de la ecuación: inspirar o comunicar.

Desde hace una década se celebra en octubre el Día de las Escritoras. Lo impulsaron varias organizaciones, entre ellas la Biblioteca Nacional, para reivindicar a las escritoras frente a su discriminación histórica. Se celebra el lunes más próximo al 15 de octubre, festividad de Teresa de Jesús. Este año cae el lunes 13. 

Soy poco de los ‘días de…’. Me olvido de todas las fechas señaladas. Ni siquiera me importan. Pero este día de las escritoras me parece la mejor excusa para hablar de esa otra literatura que abunda, también entre las novedades -porque hoy parece, además, que solo existe lo nuevo- que inspira y comunica, que remueve, que abduce, que maravilla. Ahí están las obras en castellano de la mexicana Fernanda Melchor o la argentina Mariana Enríquez, o en catalán (traducida también al castellano) de Irene Solà, por mencionar solo tres ejemplos de autoras jóvenes cuyos libros sí me merece la pena leer. Pero leer por ese placer íntimo de la lectura, del asombro e incluso de la envidia. Y no para mirarnos el ombligo, que ya lo hacemos demasiado.

*David López Canales, periodista y escritor que acaba de publicar su último libro ¿Una rayita? (Anagrama).

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