De eventos multimillonarios como bodas o fiestas con mucho invitado dorado, yates, helicópteros, góndolas y cifras de muchos ceros, Venecia sabe mucho.
Por eso, a pesar de los 200 invitados, de los tres días de celebración, del NIF de los asistentes o del dinero que piensan tirar por la ventana el millonario Jeff Bezos y su futura esposa Lauren Sánchez, la que se ha echado a la calle ha sido la ciudad, muy enfadada y para protestar con todas sus fuerzas.
Se dice que el futuro matrimonio Bezos-Sánchez, tras pasar sus prebodas en Madrid y París, las despedidas de soltero con baño de espuma, un paseo por las pasarelas de París y Milán para hacerse con una colección de vestidos, cada uno más terrible que el anterior aunque los firmasen Oscar de la Renta, Dolce & Gabbana o la mismísima Schiaparelli, han desembarcado ya en la Serenísima, en su yate de 120 metros de eslora.
Los novios estaban dispuestos a ser homenajeados por sus doscientos invitados gold internacional, entre los que se encuentran lo más granado de la sociedad californiana y neoyorquina, desde los Trump hasta los Musk, Zuckerberg o Bill Gates, además de Mick Jagger, Oprah Winfrey, Orlando Bloom, Kim Kardashian, Eva Longoria o Leonardo DiCaprio. Curiosamente no hay ni un habitante de Venecia entre los asistentes.
Pero si quisieran coronarse como los anfitriones del siglo en esta ciudad, sencillamente no va a poder ser. Ese puesto ya lo ostenta otra celebración de la que en septiembre se cumplirán 74 años.
Beistegui lo hizo primero: góndolas y excesos en Venecia
La llamaron «La noche Mil y Dos» (por la de Scheherazade), «Le Bal Oriental» o «La fiesta del Siglo» y se celebró en el recién remodelado Palacio Labia famoso por sus frescos de Tiepolo.
El anfitrión y protagonista fue el mexicano de origen vasco Carlos de Beistegui, nacido en París en 1895. Según una principesa que estuvo allí, Beistegui era multimillonario (por las minas de plata), cursi, esnob, un nuevo rico, pero super guapo y muy excéntrico.
Afincado en Paris, compró en los Campos Eliseos un apartamento que decoró Le Corbusier y cuya terraza encargó a Dalí. Pero entre su colección de propiedades le faltaba una en Venecia y cuentan que compró el Palacio de Labia para redecorarlo y celebrar la fiesta de disfraces mas increíble que se recuerde.
Como el Carnaval de Venecia estaba prohibido desde Napoleón, Beistegui decidió organizar la fiesta como si fuera carnaval, pero en septiembre, dedicarla al banquete de Cleopatra, que durara tres días. Además, decidió invitar a todo el pueblo llano, como mandaba la tradición veneciana, que esperaba ansioso la fiesta. Otra tradición del Palazzo Labia, dictaba que la vajilla de plata del convite fuera, al finalizar, arrojada al canal.
En el mes de marzo, se mandaron las primeras 3.000 invitaciones a todas las capitales del mundo. Estas tuvieron que ser renovadas tres veces, pues hubo tal nerviosismo entre los no invitados, que se falsificaron, llegándose a pagar por ellas hasta 40.000 francos. Al final, se decidieron a numerarlas y a reducir el número a 600 invitados al ballo in costume del Settecento, que ya es.
A medida que se acercaba la fecha, los talleres de modistas de todo el mundo estaban en ebullición confeccionando los más variados vestidos o localizando originales, los peluqueros hacían tocados y pelucas y los hoteles empezaban a estar a reventar, no había ni una habitación en Venecia. Se cuenta, además, que en el paso alpino de Simplon había atasco de Rolls Royce llenos a rebosar de baúles y sombreros de los invitados.
De Dalí a Dior, verdaderos invitados de altura
El evento, reunió a una selección de la alta sociedad de la época. Christian Dior, Salvador Dalí, Cecil Beaton, Barbara Hutton y hasta el Aga Khan figuraban en la lista de asistentes filtrada por The Times.
La tarde del 3 de septiembre, más de 1.500 invitados llegaron en 400 góndolas, que bogaban simultáneamente río arriba, al Palazzo Labia, vestidos con trajes barrocos confeccionados por las grandes casas de moda. Pierre Cardin y Nina Ricci diseñaron decenas de atuendos, mientras que Dalí vestía un Dior y Dior, un Dalí. El anfitrión se lució con un atuendo escarlata, una peluca rizada y zancos de 40 centímetros, en un intento por compensar su 1,67 m de altura.
Los invitados salían entre aclamaciones de los hoteles –el Gritti, el Danieli- y eran bienvenidos por 70 lacayos vestidos con réplicas exactas de las libreas utilizadas en el Baile de la Duquesa de Richmond de 1815. Mientras, ante el palacio, iluminado por focos cegadores, el anfitrión recibía a sus invitados en lo alto de la escalera de mármol, elevado sobre unos altísimos coturnos, y una túnica escarlata como procurador de Venecia y miembro del Consejo de los Diez.
Dentro, el ambiente se llenó de anécdotas y excesos: Orson Welles flirteaba con la condesa Teresa Foscari Foscolo, Geneviève Boucher de la Bruyère deslumbraba con un diseño de su marido, el diseñador Jacques Fath.
“De pronto, -cuenta Alfonso Sánchez, corresponsal de la revista Luna y Sol-, el gentío agolpado en los muelles enmudeció de estupor al atisbar, navegando en el contraluz del crepúsculo, un junco oriental, completamente dorado, con las velas desplegadas y a bordo el multimillonario chileno Arturo López-Wilshaw, su esposa Patricia, y su amante el barón de Redé, que acudían a la mascarada vestidos como el séquito de viaje del Emperador de China”.
A medianoche, la fiesta llegaba a su apogeo, y tuvo lugar la «Entrada de los Gigantes» concebida por Salvador Dalí: media docena de estilizadas figuras de siete metros de altura que evolucionaron por el Gran Salón ante la admiración general, envueltas en túnicas de raso blanco con incrustaciones de plata, y extraños tricornios. Estos gigantes estaban inspirados en aquellos que, en los pueblos de Cataluña, desfilan en las fiestas.
El precio de la fama en Venecia
A pesar de su éxito, Beistegui no era precisamente querido. Se le describía como egocéntrico, caprichoso y arrogante con amigos y amantes, sin distinción de género. En la fiesta lució hasta seis cambios de vestuario y se aseguró de que su salida estuviera a la altura del espectáculo: al atardecer del día siguiente, abandonó su propio baile en helicóptero, mientras en el palacio seguían sirviendo ostras, caviar y langostas con champán y vino blanco.
Cuentan las malas lenguas, que al millonario se le prohibió la entrada en la ciudad debido al escándalo de la fiesta. Años más tarde, Beistegui vendió el Palazzo Labia y Venecia recuperó su carnaval en febrero. Pero hay que recordar que para dar un espectáculo memorable hace falta un millonario con suficiente ego y ganas de romper las reglas.
El viejo Aga Khan, que no se perdió ni un solo evento de los personajes, resumió las opiniones diciendo: “Nunca he visto y creo que no veré nada como esto».