La reina que no nació para serlo. Esta podría ser una buena definición para Isabel II (Londres, 1926 – 2022, Escocia), la mujer que llegó al mundo sin la previsión de que la línea de sucesión al trono británico le rozara, pero que acabó convertida en princesa con el mismo escepticismo con el que se vio siendo la soberana de un país que la creía infantil, inocente y poco preparada para el cargo. Hoy, con su fallecimiento, un Jubileo de Platino y 70 años al frente de la monarquía británica, la reina de Inglaterra ha pasado a la Historia como la tercera monarca más longeva en lucir la corona [la primero en la monarquía británica]. Medalla de bronce para Isabel II, sólo por detrás de Bhumibol Adulyadej de Tailandia y Luis XIV de Francia.
En Balmoral, su residencia de verano y la preferida, y rodeada de sus seres queridos la reina de Inglaterra se ha despedido dejando un importante legado. Además del que heredó de sus antepasados –que le vino tras el fallecimiento de su padre, el rey Jorge VI, sin posibilidad de preparación previa–, ella misma se labró su propia herencia que hoy, su hijo Carlos [ya convertido en el rey Carlos III] y su nieto Guillermo, recogen como si de un testigo se tratara. Asumió sus funciones como soberana con tan sólo 26 años. Lo hizo bajo la atenta mirada de un pueblo que la quería, un marido que le recriminaba su obligada restricción de libertad y un gobierno que le consideraba inapropiada en sus deberes. ¿La razón? Una corta edad, que suele ir unida a falta de criterio y responsabilidad, y poca preparación académica para los asuntos políticos del día a día. Con la firme intención de terminar con esa realidad, ella misma moldeó su educación y comenzó a gobernar motivada por las palabras de su abuela, la reina María: «Cuando dudes entre ser Lilibeth o la reina Isabel, recuerda que siempre tiene que ganar tu trabajo». Un consejo convertido en mantra que caduca hoy, a sus 96 años, siete décadas de reinado después y 15 primeros ministros a sus espaldas.
He ahí el poder de una mujer hecha a sí misma a partir de la base de la incertidumbre. Sin más ayuda que la intuición y un puñado de frases hechas de lógica aplastante, Isabel II consiguió empoderarse ante los ojos de sus mandatarios de gobierno. Guió a Winston Churchill en su etapa más tenebrosa, fomentó la tenacidad de Harold Wilson, recriminó soberbia a Margaret Thatcher, calmó a Tony Blair y supo convivir con Boris Johnson, entre otras actividades. Todo ello en audiencias de más de 3.500 horas y toma de decisiones no siempre a gusto de todos.
Y así, como parte de su legado, también queda su carácter. Tachada de fría y calculadora pocas veces dio su brazo a torcer e intentó mantenerse fiel a sus principios. Lo demostró con la catástrofe de Aberfan, con su postura tras el fallecimiento de Diana de Gales, en los asuntos de familia y en la lucha contra el Brexit. Nunca se pronunció sobre los asuntos de su país, al menos no con palabras. Como la soberana más longeva de la historia de Reino Unido, son muchos los acontecimientos históricos a los que ha hecho frente desde su subida al trono de su país y como líder de la Commonwealth, como jefa de 16 estados y Defensora de la Fe, título que la inscribe como cabeza de la Iglesia anglicana.
Su coronación, que se llevó a cabo en la Abadía de Westminster el 2 de junio de 1953, fue la primera en ser transmitida por televisión y fue vista por más de 27 millones de personas en Reino Unido. Ahora, 69 años más tarde de aquel día, su trascendencia sigue siendo infinita.
Porque ya lo dice el himno real: Dios salve a la Reina.