No todo el mundo inmerso en su propio viaje hacia el éxito tiene la oportunidad –tal vez sea más apropiado decir ‘suerte’– de toparse con una estrella de Hollywood por el camino. Un icono del cine, tanto dentro como fuera de las pantallas, actuando de maestro de ceremonias. Concretamente, de la dedicada al éxito de Lawrence Schiller (1936), fotoperiodista que comenzó su carrera en 1960, en las revistas Life, Time, Playboy y Paris Match fotografiando a algunas de las figuras más emblemáticas y llegó a lo más alto impulsado por la confianza que esta veterana estrella de las cámaras depositó en él, convirtiéndolo en su sombra y, por tanto, en transmisor de su leyenda.
Esto fue lo que hizo Marilyn Monroe (1926-1962) por Schiller. Concedió al, por entonces, joven fotógrafo de 25 años la gracia de tener un lugar privilegiado en el Olimpo de la fotografía de la época. «Tú ya eres famosa, el que se va a hacer famoso ahora soy», le dijo Lawrence Schiller a Monroe mientras hablaban de las fotografías que estaba a punto de hacerle para un encargo solicitado por Paris Match. «No seas tan arrogante. Sustituir a un fotógrafo es fácil», respondió burlona Marilyn. Aunque esta conversación tuvo lugar en 1962, musa y artista ya se conocían de antes. En 1960 trabaron amistad cuando coincidieron durante el rodaje de El multimillonario. No es que en ese preciso instante se forjara una relación de fraternidad entre ellos, pero sí una de confianza que duró hasta los últimos años de vida de la actriz.
Fue así como la chulería de un novel aprendiz de fotografía hizo match con la inteligencia –por muchos cuestionada, pero real– de la actriz más afamada de la industria cinematográfica de los Estados Unidos. Con un soberbio potencial, cierto es que nunca llegaron a estar en igualdad de condiciones y Schiller nunca llegó a alcanzar la fama que su musa destiló, se posicionó como uno de los fotógrafos más demandados de la Meca del cine. Uno supo cubrir en el otro las carencias que tenían por separado y rodaron juntos la película que Hollywood reclamaba en silencio: una historia de confidencias sin mediar palabra, sólo haciendo uso de una cámara –y su objetivo– situada siempre un paso por detrás de ella.
La sintonía que crearon juntos se manifestó en una esgrima verbal que vio su fin demasiado pronto. Muchas fueron las anécdotas que se quedaron sin capturar, al igual que la sesión de fotos de Something Got yo Give (Alguien tiene que ceder), película que no terminó de rodar debido a la decisión de la artista de irse de este mundo tan precipitadamente. El 5 de agosto de 1962, Marilyn Monroe se quitó la vida tras la ingesta letal de un cóctel de barbitúricos, dejando un bonito legado, una fama irrepetible, a un amigo huérfano de amistad y a un profesional viudo de su musa. Su memoria, que nunca abandonó el recuerdo de Schiller, sigue viva hoy, 59 años después, en una reedición del libro original que Lawrence Schiller publicó en 2012.
Marilyn & Me es el relato íntimo de una leyenda al borde del precipicio y un joven fotógrafo de camino a la fama. A través de sus imágenes y palabras, Schiller viaja en el tiempo y recupera la sorprendente conexión que permitió que una estrella del calibre de Marilyn Monroe se abriese por completo a un muchacho de Brooklyn rebosante de ambición, pero carente de experiencia.
Más de un centenar de fotografías dan sentido a este último homenaje realizado por el artista a quien contribuyó a despertar su genio tras una cámara. Y, entre tantas, destacan las realizadas en la última sesión de fotos protagonizada por Monroe para la película que se encontraba rodando. Algunas de las fotos que realizó en el set sí tienen fama mundial, como las que muestran a una Marilyn desnuda en una piscina, donde solo exhibe su rostro maquillado sin exceso y, como mucho, una pierna.
Otras, alrededor de dos tercios del total, en cambio, son de publicación inédita, ya que no habían sido trascendidas a la opinión pública y hoy dan vida a Marilyn & Me, donde Schiller describe sus encuentros con la actriz y la trastienda en la producción de las fotos.
El viaje que ofrece Schiller por cada instantánea se acompaña de una narración de texto armonioso y ligero entre episodios anecdóticos, reflexiones sobre la persona y el personaje que Marilyn mujer creó alrededor de su fama, nostalgia por el futuro que pudo haber sido y no fue, compasión por su trágica decisión y humor –mucho humor–, como rasgo sobresaliente del carácter de la famosa.
La precursora sensualidad de la actriz queda reflejada en cada toma, casual o posada, que Schiller le hizo en la que por entonces nadie sabía era la última década que Monroe regalaría sonrisas ante un objetivo. Como la celebración de su cumpleaños en el set de grabación de Alguien tiene que ceder. Rubia y despampanante, aparece compartiendo momentos con sus más allegados; algo que, quien mejor la conocía, siempre resaltó en ella: su generosidad.
Un último regalo a su aprendiz, ya que la historia de Schiller no había sido contada jamás. Lo hace con tacto, humor y compasión. El resultado es un retrato que publica la editorial Taschen cincuenta años más tarde –como una monografía firmada, numerada y limitada a 1962 ejemplares, como guiño al año de la muerte prematura de Monroe–. Una reproducción real e inesperada que capta a la estrella en su lucha final por la supervivencia sin que nadie, salvo Monroe, supiera que ya hacía esfuerzos por seguir manteniendo viva una llama sin valor personal para ella.
A lo largo de este manifiesto, Schiller dedica espacio y tiempo a recuperar del pasado los fragmentos más complicados del duelo por la persona querida. Nadie dijo que fuera fácil olvidar a una estrella. Por eso, el autor se toma con calma la narración de los episodios más truculentos previos y posteriores a la muerte de Marilyn. Su exposición llega en la segunda parte del libro y culmina con la proyección del propósito de recordar la cara más serena, pero nostálgica, de alguien que, por la trascendencia de sus hechos, no disfrutó de un rico y equilibrado mundo interior.
Este libro es un homenaje a la rubia preferida de Hollywood, y a la vez evidencia una doble realidad: lo difícil que fue no quererla y el deseo que siempre tuvo y no sintió hecho realidad, el de que la quisieran.
Aunque su mirada de ininterrumpida melancolía no pudo acertar el siniestro acto que se avecinaba, Schiller sí atisbó una desaceleración en el ánimo de su amiga y compañera, eso sí, muy débil como para no hacer saltar las alarmas: «A medida que mi ego se alimentaba y se volvía más saludable y palpable, el de Marilyn se estaba reduciendo a cenizas». Casi sesenta años después, el fotógrafo sigue realizando penitencia por su falta de dotes adivinatorias.
Recordarla serena es la garantía de Schiller para mantenerse en pie. Su trabajo con ella catapultó su arte hasta el Pulitzer. Tras Monroe llegó Barbra Streisand, Redford y Newman, quienes filmaron grandes obras maestras con él. La experiencia adquirida en aquellos primeros años de tonteo laboral con la fotografía le llevó a formar parte de proyectos editoriales de gran envergadura, como cinco bestsellers del New York Times, Marilyn & Me, Barbra y La canción del verdugo, la novela de Norman Mailer ganadora del Premio Pulitzer. Director y productor de una veintena de películas, destacan los documentales The American Dreamer y el ganador de un Oscar The Man Who Skied Down Everest. O los cinco premios Emmy que merecieron algunos de sus trabajos para la televisión.
Una cadena de recuerdos que, a sus 84 años, Schiller abre en canal con la precisión de un cirujano experto en salvar vidas. Aunque a la salvación de Marilyn no llegara a tiempo, a la suya propia sí pudo volver a tomarla el pulso, que se mantiene constante y relajado con este homenaje. Un culto que pone en evidencia una doble realidad: lo difícil que fue no quererla y el deseo que siempre tuvo y no sintió hecho realidad, el de que la quisieran.