Mi infancia fue extraordinariamente feliz. Estaba siempre rodeada de mi familia, que era muy grande. Recuerdo los veranos con mis hermanas y mis primos, las guerras de globos de agua… También montábamos a caballo en una hípica muy pequeña en Argentona, a las afueras de Barcelona, de donde soy. Crecimos con un amor enorme hacia los animales; de hecho, de niña era muy activista y arrastraba a toda mi familia a manifestaciones animalistas. Mi hermana mayor quería ser veterinaria, así que las otras dos fuimos a su rebufo. Soñábamos con montar una clínica las tres y diseñábamos junto a mi padre –el abogado Emilio Cuatrecasas– cómo serían los quirófanos y las consultas. Él y mi madre siempre fueron muy abiertos e intentaban no condicionarnos hacia hacer Derecho o Medicina, que eran sus carreras. Incluso diría que mi padre nos disuadió. Tenía esa idea de no querer empujarnos a algo que no nos hiciera felices. Y, de hecho, ninguna de las tres siguió sus pasos.
En el último año del bachillerato de ciencias puras empecé a tener una crisis de vocación. Mi hermana ya había empezado la carrera, así que tenía ciertas nociones de lo que era. Me planteé si realmente era lo que quería y me di cuenta de que estaba confundiendo mi amor por los animales con lo que quería hacer con mi vida. Fue un choque un poco extraño porque era lo que había querido siempre, pero se me abrió un mundo de posibilidades. Fantaseé con ser juez, aunque eso se me pasó rápido. También me llamó la atención la psiquiatría porque siempre me ha interesado mucho conocer y entender cómo funciona la mente humana. Pero la decisión final fue después de hacer la Selectividad. Había conseguido la nota de corte para veterinaria, que era muy alta, y había entrado en la Universidad de Barcelona. Fue allí, en la puerta de la Facultad, el primer día de clases, donde le dije a mi madre que no quería entrar. Era algo que había estado hablando con una psicóloga, que me había recomendado seguir mi instinto y tirarme a la piscina, así que en ese mismo día nos fuimos a la Escuela de Moda de Sabadell.
Mis recuerdos de la carrera son algo agridulces. Yo había sido una estudiante brillante y los años en Sabadell fueron un poco rebeldes en mi vida. Me solté la melena y tuve experiencias de todo tipo. No fui la mejor de la clase ni mucho menos. Fue una época divertida. Tuve mis conexiones y desconexiones con las clases. Había profesores que me gustaban más y otros que me gustaban menos… El problema llegó el último curso, cuando había que preparar la tesis de final de carrera.
Desde niña había viajado mucho a África. Nuestros padres nos llevaban con regularidad. Mi madre después montó la ONG África Dignay y con ella entré en contacto con la labor social en el continente. Todo esto hizo que a lo largo de la carrera lo usara mucho como influencia de mis trabajos. Entonces, a través de la organización de mi madre, conocí a Antoinette, una mujer ruandesa que se exilió durante el genocidio. Era costurera y tenía un pequeño taller, además de una organización con la que daba clases a niños sin medios.
Antoinette y yo tuvimos una conexión inmediata. De esas de mujer a mujer. Y me dijo: “Tú eres diseñadora de moda y yo he sido costurera toda mi vida. ¿Por qué no vienes y sacamos una colección juntas? Y así probamos cuál puede ser la repercusión de unir tu experiencia sobre las tendencias globales y mi experiencia trabajando en África con técnicas artesanales, y con un producto hecho a mano”. Esa fue la chispa que me llevó a elegir el trabajo de final de carrera. Sentía que no iba a ir sola. Iba de la mano de una mujer que sabía y que tenía una infraestructura.
La sorpresa llegó cuando lo propuse en la escuela. Cuando planteé el proyecto la respuesta fue muy negativa. Muchos profesores se opusieron y me dieron que preferían que no lo hiciera. Ya habían tenido una experiencia con un trabajo similar y decían que era un proyecto muy ambicioso. Además, desconocían África y no pensaban que la gente allí se vistiera. Dentro de mí pasó de todo, no entendía cómo podía ser aquello.
Me lo pusieron muy difícil. Intentaron convencerme de que no lo hiciera. Y, cuando vieron que no podían pararme y tenía dos profesores dentro del claustro que me apoyaban, me propusieron que hiciera una colección textil de hogar. De manteles y servilletas. Les dije que era diseñadora de moda, que tenía una persona que se había dedicado a la sastrería toda su vida, que tenía un taller, y que me iba a tirar a la piscina. Cuando lo presenté dudaron de que estuviera hecho allí. Incluso lo cuestionaron con los vídeos y la documentación que presenté. Así acabó la etapa de la escuela.
Empecé a trabajar para un outlet digital desde Barcelona, pero no se me quitaba la idea de hacer algo en África. Pensaba que sería la experiencia de mi vida. Esa resistencia que pusieron en la escuela fue el porqué de Mille Collines. Era esa búsqueda de romper estereotipos de lo que se puede o no se puede llegar a hacer en aquel continente. Al poco tiempo se unió mi socio Marc, y juntamos nuestros ahorros para arrancar el proyecto. Decidimos irnos a Ruanda, donde pasamos casi dos años investigando cómo tenía que ser el producto. Lo más complicado fue dar con ese balance de un producto que no fuera estereotípico africano, que fuera vendible en todo el mundo y que tuviera la calidad que proseguíamos. Tampoco fue fácil iniciarlo. La cultura africana es increíblemente distinta a la nuestra. El país en el que aterrizamos y su población, además, habían sido muy golpeados por el conflicto.
Muchos de los sastres con los que trabajamos habían estado presos, había problemas étnicos entre algunos de ellos. El idioma, el francés, era otro handicap. Yo sabía algo por lo que había estudiado en el colegio, pero Marc tuvo que empezar a estudiarlo de cero. Y muchas de las mujeres que trabajaban en las cooperativas que hacían los accesorios y las cestas solo hablaban kiñaruanda (la lengua local). Fue un proceso de adaptación bastante bestia, pero todo se fue diluyendo porque trabajábamos por un proyecto común.
Gracias a una consultora con la que trabajamos al principio para elegir el producto que queríamos sacar, decidimos que sacaríamos nuestra primera colección en París. Allí fuimos a una feria prêt-à-porter que se llamaba Atmosphère. Para nosotros lo más importante era ver la acogida, cómo funcionaba el producto y cómo mejorar a partir de ahí. Cuando empiezas en una feria donde no te conoce nadie es complicado que la gente confíe. Pero recibimos los primeros pedidos y se convirtió en nuestra lanzadera, aunque quedaba un largo camino por hacer.
Nos dimos cuenta de que la multimarca era una vía a explorar y trabajar, pero había un recorrido geográfico enorme desde África para servir a esas tiendas del mundo. Lo que tenía más sentido era que el producto se vendiera en en el propio continente y que tuviera un arraigamiento allí. Así que decidimos abrir la flaghship store de Nairobi (Kenia). Ruanda era una país precario a nivel de comercialización, aunque mantuvimos un pequeño showroom en el taller para que la gente que venía pudiera comprar. Una vez asentados, hicimos la estrategia de multimarca y pop up en España.
«Lo más importante siempre ha sido contar una historia diferente que ayude a tener una visión más completa de África»
Inés Cuatrecasas
Uno de los eventos más mediáticos que hicimos fue en una tienda que ya no existe, en el Paseo de Gracia (Barcelona). No era simplemente un espectáculo en la pasarela, sino también un mercado y un espacio de sensibilización en torno al concepto de ‘africalidad’. Allí tuve un encuentro curioso con una de las profesoras que se opuso a mi proyecto en la Escuela de Moda. Fue y me dijo “Vaya, veo que sigues con esto” y le dije “sí, sigo con esto”. Esa fue nuestra única interacción. Después hicimos otro par de pop up en otras tiendas de Barcelona que tuvieron muy buena acogida. Se generaba mucha expectativa alrededor del producto hecho en África. Y en Estados Unidos trabajamos con la tienda por departamentos, Macys, e hicimos cuatro colecciones para Antropology.
Lo más importante siempre ha sido contar una historia diferente que ayude a tener una visión más completa de África. Evidentemente, hay retos y nunca intentamos vender lo contrario, pero queremos dar un punto de vista diferente sobre las capacidades y los productos que se pueden hacer cuando juntas equipos de orígenes diversos. El mensaje es compartir historias africanas que hagan un lugar más rico a través de productos coleccionables.
La sostenibilidad ha sido otro pilar para nosotros. Somos el otro lado de la moneda de esa industria del fast fashion. Y África es el ecosistema perfecto para esto. Allí no se puede producir en masa, con lo que cada cosa que hagas va a tener algo que le diferencie de las demás . Quienes lo compren van a tener un producto distinto al de al lado. Creo que la moda debe ir hacia esto y hacia una transparencia mayor. Incluso quienes venden masivamente deben hacerlo con una trazabilidad en la que sea posible ver todos los pasos del proceso. Se puede ser una compañía grande y responsable. Aunque nosotros no lo seremos. Siempre seremos una boutique, que es lo que nos permiten las tiradas que hacemos. Nuestras colecciones tienen muy pocas piezas. Es un ritmo muy distinto al de la mayor parte de la moda.
Cuando presentamos en aquella feria en París nos dimos cuenta de que aquello no era para nosotros. Hay un nicho para lo nuestro y es mucho más respetuoso en todos los niveles; a la gente se le paga de forma responsable por el trabajo que están haciendo, se preservan técnicas que se perderían de otra forma, ayudas a tener una producto que muy poca gente tiene.
Nuestras colecciones son pequeñas. Están hechas de productos que se venden todo el año y cambia alguna edición o algún color. Son como las bambas. El clásico de Adidas, las Stan Smith nunca perecerán. Las llevarás siempre. Es lo que buscamos con nuestros diseños. Esa bufanda que te puedes poner de siete formas distintas, que la usarás durante toda la vida y que se la pasarás a tu hija. Y funcionan y tienen un público bastante grande. Aunque aún nos quedan retos por afrontar.
«Somos el otro lado de la moneda de esa industria del ‘fast fashion‘. Y África es el ecosistema perfecto para esto. Allí no se puede producir en masa, cada cosa que hagas va a tener algo que la diferencie de las demás»
Inés Cuatrecasas
La crisis del covid-19 nos dio problemas en las ventas, así que hicimos un cambio muy rápido hacia el digital y crecieron muchísimo nuestras ventas. Es nuestro nuevo proyecto, que casualmente coincide con una nueva etapa en mi vida. Tras casi 12 años en África he vuelto a Barcelona. Aquí aprovecharé para formar una pequeña compañía que, dentro de esa cultura tech que tiene la ciudad, lleve toda la comercialización digital de Mille Collines. Es, sin duda, un momento muy emocional.
Como también es emocional la labor que realizan algunas mujeres como Cecilia Tham. Ella es de Hong Kong, pero estudió Arquitectura en la Universidad de Harvard y se ha mudado a Barcelona por amor. Ella cree en el trabajo y los espacios colaborativos. De ahí, que sea fundadora y directora del MOB: Makers Of Barcelona, una comunidad creativa que busca ir más allá del coworking. Y cofundadora del primer FabCafe de Barcelona, cafetería que dispone de cortadora láser, impresora y escáner 3D. ¿El objetivo? El placer de que uno mismo pueda diseñar, fabricar y consumir. Y luego está su proyecto MADE: un espacio flexible pensado para desarrollar una comunidad de creadores. Un genio de persona.
**Transcripción de Manuela Sanoja.