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La arquitectura del dinero

Las edificaciones modernas no sólo se clasifican en función de la estética, también por el culto que el templo en cuestión rinde al nuevo dios, el financiero.

Ya apenas se construyen catedrales. Nuestras iglesias contemporáneas tienden a ser íntimas, muy sobrias. La arquitectura grandiosa la reservamos para los templos en que se adora a nuestro nuevo dios, el dinero”. La cita es de Oliver Wainright, arquitecto y diseñador británico, colaborador habitual de medios de comunicación como The Guardian. A Wainright le interesa desde hace años el profundo impacto sobre las ciudades modernas de lo que él describe como “la arquitectura del dinero”.

En su opinión, es el poder financiero, no las administraciones públicas, los urbanistas o los arquitectos, el que en mayor medida determina la estética de los entornos en que vivimos, empezando por sus edificios singulares. Las viviendas son concebidas como “activos económicos”. Los edificios públicos “como centros de producción”. Y las sedes de bancos, bolsas o instituciones financieras “como núcleos de un gran poder material y simbólico”. De ahí que con frecuencia tiendan a ser de una monumentalidad apabullante.

La historia de la arquitectura del siglo XX y lo que llevamos del XXI se puede explicar en gran medida siguiendo, como recomendaban en el cine negro clásico, el rastro del dinero. La mayoría de grandes arquitectos, representantes de las principales corrientes estéticas, han trabajado para el capital financiero construyendo bancos de un esplendor catedralicio. Incluso el japonés Tadao Ando, gran exponente de la arquitectura “espiritual” y de un minimalismo con fuerte arraigo local, se asomó a una cierta desmesura opulenta en su rehabilitación de la antigua Bolsa de Comercio de París, actual Museo Pinault, como si la peculiar estética del dinero fuese contagiosa.

Un recorrido a través de la arquitectura del poder financiero más o menos contemporáneo tiene que empezar necesariamente por Manhattan. Allí se acabó de consolidar el capitalismo moderno tal y como hoy lo conocemos y ahí se erigieron templos del dinero como el edificio de la Bolsa de Nueva York, obra de uno de los grandes decanos de la arquitectura estadounidense, George B. Post. Neoyorquino de nacimiento, en activo entre 1869 y 1913, años de la consolidación de Estados Unidos como primera potencia económica mundial, Post construyó en 1903 esta mole de estilo neoclásico tardío (y afrancesado, deudor de la corriente Beaux Arts, por entonces muy en boga) que ha sido ampliada y reformada en varias ocasiones, pero conserva intacta su fachada de mármol con columnata y frontón triangular.

El interior de la Bolsa de Paris.

El capital asalta los cielos

En los alrededores de la milla de oro financiera de Manhattan está también el Banco Bowery, uno de los edificios más destacados del arquitecto Stanford White, inaugurado en 1894. De estilo neocolonial estadounidense, exhibe aún sus columnas corintias bajo frontones esculpidos por Frederic MacMonnies que le dan un característico aire de templo romano. Esta arquitectura del dinero historicista que se desarrolló en Nueva York entre finales del siglo XIX y principios del XX tenía un referente más o menos cercano: el Banco de Inglaterra en Londres, un inmenso edificio erigido por el arquitecto Sir John Soane entre 1790 y 1827 y reformado en profundidad por Herbert Baker un siglo más tarde. Una reforma, por cierto, muy poco respetuosa con el proyecto original de Soane y descrita por el historiador Nikolaus Pevsner como “uno de los peores crímenes contra la arquitectura perpetrados en Londres en todo el siglo XX”.

Siguiendo hasta sus últimas consecuencias el rastro del dinero, se acaba tropezando con edificios tan excepcionales como la sede central del banco HSBC, en Hong Kong, un rascacielos high-tech muy representativo del estilo de su autor, el británico Norman Foster. O con el neomodernismo rotundo del One Churchill Place de los Docklands de Londres, sede del Barclays Bank construida entre 2003 y 2004, obra del estudio norteamericano HOK International.

De un fino eclecticismo posmoderno es la oficina del Saxo Bank en Copenhague, del estudio danés 3XN, como posmodernistas son, con diversos matices, Scotia Plaza, estilizado rascacielos del distrito financiero de Toronto, de WZMH Architects, o las espléndidas Isbank Towers de Estambul, de Swanke Hayden.

También suele asignarse esa etiqueta al Edificio Bankinter de Madrid, una de las mejores contribuciones de Rafael Moneo a la arquitectura financiera. De inspiración modernista (sobrios, elegantes y racionales) son, con más o menos matices, el Banco Nacional de Dinamarca, de Arne Jacobsen, o el One Chase Manhattan Plaza, de Skidmore, Owens y Merrill (SOM).

El deconstructivismo está muy presente en el Macquarie Bank de Sídney (Clive Wilkinson) o la torre del Bank of America, de COOKFOX Architects. Y el brutalismo de Denys Lasdun da una contundencia solemne al European Investment Bank de Luxemburgo, ampliado y reformado por Christoph Ingenhoven, otra de esas magníficas catedrales modernas en que se rinde culto al dinero.

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