Convencer al consumidor de que desembolse dinero para adquirir determinado bien o usar un servicio constituye el fin último de la publicidad. Recibido el mensaje, recae en el potencial cliente la decisión de apoquinar por el producto o no. El objetivo se complica cuando de lo que se trata no es de influir en su elección, sino de informarle de que rascarse el bolsillo es obligación. La comunicación, en este caso, no puede ser en exceso imperativa, tanto que produzca rechazo, ni demasiado blanda, en términos que diluyan el concepto del deber. Es la disyuntiva a la que se enfrentó en 1978 el Ministerio de Hacienda para dar a conocer la recién estrenada declaración del IRPF, mediante la cual los contribuyentes tributan al estado en función de sus ingresos y patrimonio para que este pueda satisfacer las necesidades del conjunto de la sociedad.

El Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas entró en vigor el 11 de septiembre de 1978, casi un año después de que el gobierno entonces presidido por Adolfo Suárez presentase el correspondiente proyecto de ley y tres meses antes de que se aprobase la Constitución. Dado que las “personas físicas” no estaban acostumbradas en España a tributar, el nuevo impuesto causó notable conmoción. No es que antes de esa reforma la gente no pagase impuestos; existía el Impuesto General sobre la Renta, pero tan extendido estaba el fraude, en virtud de la clásica picaresca nacional, que, según se dice, los inspectores de Hacienda estaban desbordados, lo que se traducía en impunidad. Tan severo para algunas cosas, el régimen de Franco mostraba aquí una conformista laxitud. Como dijo José Enrique García Romeu, director general de la Inspección Tributarla, a El País en octubre de 1978: “[Antes de la Ley de Medidas Urgentes de 1977] se partía de la hipótesis conocida de un fraude fiscal generalizado que políticamente, por razones obvias, interesaba mantener. Todas las declaraciones debían ser objeto de comprobación, puesto que todas ellas eran falsas” 

La introducción del IRPF y las reticencias que producía llegaron a inspirar películas, como Patrimonio nacional (Luis García Berlanga, 1981), que abordaba el tema en clave de humor. La prensa dedicó cientos de páginas al clima renuente. “Dicha ley nace del convencimiento de que debe cambiarse radicalmente la actitud del contribuyente español, que hasta ahora incluso presumía de defraudador, para transformarlo en contribuyente responsable”, escribió Antonio Santillana del Barrio, catedrático y secretario general técnico del Ministerio de Hacienda, en El País en enero de 1978. También dio para viñetas satíricas de Forges y Mingote. Francisco Fernández Ordóñez, a la sazón ministro de Hacienda, apareció en la portada de Cambio 16 afirmando: “Aquí paga hasta el Rey”, dando a entender que si el primero de los españoles pasaba por el aro, no había excusa para que el resto no procediera igual.

De los creadores de “Libertad sin ira”…

Se imponía, pues, trasladar a la población que lo que parecía un sacrificio contrario a su atávico instinto era, en realidad, un gesto de responsabilidad en beneficio de un país más próspero y justo. Persuadido de que debía comunicar dicha idea a través de una campaña de publicidad institucional, el ministerio Fernández Ordónez convocó un concurso entre varias agencias. Delvico, fundada y liderada por Stanley Bendelac, había firmado, con Rafael Baladés como director creativo, la campaña “Libertad sin ira” para el lanzamiento de Diario 16 en 1976; una acción de enorme impacto social —el propio Baladés fue el autor de la letra de la canción popularizada por el grupo Jarcha— que la había dejado muy bien situada como candidata para elaborar la campaña de la reforma del IRPF. Finalmente la propuesta de Delvico para Hacienda resultó la elegida. 

Como explica Rafael Baladés, director creativo de esta campaña, exhortar a los españoles a pagar el nuevo impuesto suponía un rotundo contraste con el ambiente de euforia de un país que acababa de desembarazarse de una dictadura y disfrutaba sus primeros años de libertad. “En aquellos años, cuando nació ‘Hacienda somos todos’, los españoles vivíamos en un estado de exaltación. La gente joven con la libertad y la gente mayor con el fin de la posguerra. Parece ridículo decir posguerra después de cuarenta años, pero yo creo que ese sentimiento era real. Por eso, hablar de Hacienda y de impuestos podía resultar un poco desalentador, precisamente en ese momento”.

De las conversaciones de Stanley Bendelac y el equipo de la agencia con los responsable del Ministerio de Hacienda salió el briefing que se focalizaba en una idea: concienciar a los españoles de que pagar impuestos era una obligación para todos, sin excepción. Sobre esa base, salió el genial eslogan. “Después de unos cuantos días de fuerte actividad mental —recuerda Baladés—, una mañana, en aquel departamento creativo desordenado y salvaje del Delvico de la calle Sagasta, en aquel hormiguero de jóvenes hiperactivos y melenudos, sonó como un murmullo: ‘Hacienda somos todos’. Acto seguido alguien lo complementó: ‘No nos engañemos”.

Frase con doble lectura

De manera indirecta (no dictaba: “Tribute usted”), la frase resultaba potentísima y categórica. Apelaba, por un lado, al cometido de todos de pagar impuestos, pero, al mismo tiempo, transmitía a los españoles que todos ellos eran (somos) Hacienda, de tal suerte que si engañaban a esta, se engañaban a ellos mismos. La apostilla rubricaba el razonamiento. “La segunda parte de la frase contenía una doble lectura, algo muy usual en nuestra manera de hablar. Por una parte, venía a decir: ‘No nos equivoquemos”, y por la otra: “No nos quedemos con lo que hay que compartir”, dice el director creativo.

“Teníamos un enfoque educativo con un fondo de solidaridad”, añade. “Hacienda se presenta como algo bueno, justo y necesario: tenemos que hacernos adultos y comprometidos. Somos una colectividad, un proyecto, un país. Hay que decir todo esto para empezar a ser una democracia. Hay que aceptar los impuestos y su necesidad y su función”. La propuesta se llevó a lo que Baladés denomina “el área seria de la agencia”, donde “se discutió y se discutió” y, por último, se aprobó. Quedaba por delante el trámite de presentarla al ministerio. “En aquella España en blanco y negro, ¿cómo sería el cliente? ¿Qué diría? Diría: ‘No, esto no es lo que necesitamos”, temía Baladés. “No recuerdo mucho esa parte, pero sí que todo fue sobre ruedas, fluido y engrasado”. 

En medios impresos, la campaña rezaba en gruesa tipografía: “Ahora, Hacienda somos todos. No nos engañemos”. Debajo, apuntaba en tono informativo: “Ahora, el control fiscal del país está en nuestras manos, en las de nuestros representantes en las Cortes. Ellos son los encargados de que los presupuestos se distribuyan con justicia, de que se obtengan resultados palpables y eficacdes. Y de que el esfuerzo de los contribuyentes sirva realmente para el bien común. A todos nos corresponde contribuir: simplemente, haciendo nuestra declaración de impuestos. Si no es así, estamos engañando al país. A nosotros mismos. Porque, ahora, Hacienda somos todos”. Y por tercera vez, abajo, en negrita y subrayado, se proclamaba: “Ahora, Hacienda somos todos. No nos engañemos”. (En otras comunicaciones impresas aparecía solo la fórmula principal, seguida de la coda: “Consulte en las Delegaciones de Hacienda”).

Sin poner en duda la autoría del lema publicitario, en 2016 se publicó otra versión de su origen. Aurelio Ayala Tomás, quien en 1978 era jefe del gabinete técnico de la Subsecretaría de Hacienda, afirmó en una entrevista al diario extremeño Hoy que él sugirió la frase a Fernández Ordóñez para que la incorporase a sus discursos. La había encontrado, relató, en un discurso de Juan Bravo Murillo, ministro de Hacienda y presidente del Consejo de Ministros a mediados del siglo XIX, bajo la forma: “Desengáñense, señorías: Hacienda somos todos” (otros atribuyen la consigna a Raimundo Fernández Villaverde, sucesor de Bravo Murillo como ministro entre 1899 y 1903 y posterior presidente del gobierno).

“No se puede ser feliz engañando”

La comunicación tuvo como llamativo epílogo la intervención de dos personajes populares: la presentadora y actriz Bárbara Rey y el escritor Gonzalo Torrente Ballester. La elección de ambos parecía concitar varias Españas: la de las mujeres y la de los hombres, la culta y la de la cultura popular. En sendos spots, una y otro llamaban a la honradez, cada uno a su manera. Bárbara Rey decía: “Mi marido, Ángel Cristo, nuestro hijo y yo somos una familia feliz y hemos hecho la declaración del Impuesto sobre la Renta”, para a continuación referir lo peculiar de su día a día (“nuestra vida no es convencional, empezando por una casa que tiene ruedas”) y concluía: “No se puede ser feliz engañando. Por eso, Ángel y yo siempre decimos la verdad. También a Hacienda”. El autor de Los gozos y las sombras manifestaba en tono ácido: “Creo que conozco a mi país, un país de listos, duchos en la chapuza, la improvisación y la picaresca”. Los vídeos se cerraban con el claim: “Declare en beneficio de todos. Impuesto sobre la Renta”.

Las crónicas nos dicen que la campaña fue un éxito. El 1 de agosto de 1978 —el plazo para la presentación de declaraciones se prorrogó dos veces, expirando finalmente el 31 de julio de ese año—, ABC tituló: “Satisfacción en Hacienda por el número de declaraciones presentadas”. En el antetítulo se informaba: “Colas hasta el último minuto”. Y como para rubricar lo extraordinario del suceso, añadía: “En una Delegación Provincial, un nuevo contribuyente depositó un talón de cuarenta millones [de pesetas] por renta y otro de treinta y cinco millones por patrimonio”. La Vanguardia tenía más datos, incluso ese mismo primero de agosto: “Entre un 20% y un 30% más de declaraciones”, tituló. El propio minintro confirmó que había presentado la suya en la mañana del 31 de julio, “dando mal ejemplo porque realmente la declaración ía tendríamos que haber presentado a lo largo de todo este tiempo, pero como nos sucede casi siempre a los españoles, lo dejamos para el último día”.

Pero si hemos de calibrar el éxito de la iniciativa por la longevidad de su eslogan, no cabe sino calificarlo de mayúsculo. Más de cuatro décadas después, la famosa sentencia sigue anclada en la memoria de los españoles, aunque muchos desconozcan su origen. Aquellos que nacieron después de 1978 la han incorporado también a su léxico. Cada año, cuando se abre el periodo de recaudación, resurge en los medios y las conversaciones privadas como eficaz aviso de que nos toca cumplir con nuestro deber de buenos ciudadanos. “La campaña salió, el país entero la oyó y ya nunca la olvidó. Al menos hasta hoy. El tiempo ha descartado la segunda frase, no la ha considerado necesaria, y ha consagrado la primera: “Hacienda somos todos”. Patrimonio de todos, riqueza de todos y obligación de todos”, dice Rafael Baladés. 

Baladés siguió trabajando en Delvico hasta 1988, año en que se asoció con la agencia británica Yellowhammer (dando lugar a Yellowhammer Baladés). Tiempo después continuaría en solitario. En su historial figuran campañas para Citroën, Johnson Wax, Colgate, American Express, Iberia, Pepsi, Xerox, Avis, El Corte Inglés, Gal y muchas otras. En 1980, Francisco Fernández Ordóñez cambió de cartera y se convirtió en ministro de Justicia, cargo desde el cual impulsó la Ley del Divorcio de 1981. Salió de UCD para fundar su propio partido (PAD, Partido de Acción Democrática), que se integró en el PSOE en 1981. Posteriormente fue ministro de Asuntos Exteriores (dirigió la integración de España en la Unión Europea). Falleció prematuramente, víctima de un cáncer, en 1992.