Mi lugar de trabajo, mi oficina, tiene dos puertas, así que, como reza el dicho, es mala de guardar. La pequeña es una arteria siempre atascada de mensajería, invitados y curiosos que se empujan unos a otros por llegar a la redacción. La grande da acceso a una sala de exposiciones, en la que estoy aprendiendo que las palabras galerista y editor son sinónimas.

Los cacos ya lo han visitado en varias ocasiones. No sé si porque querían colaborar en alguna de las revistas o porque, lampando ordenadores, pensaban que ‘Forbes’ variaría su línea editorial. Hay veces, normalmente en esos días en los que la palabra cierre nos tiene hipnotizados frente a la pantalla, que se cuelan hasta la cocina como si quisiesen vendernos un tema. Siempre los echamos, a escobazos y con cajas destempladas, porque sabemos que el periodismo está lo suficientemente malito como para distraerse con carteristas, que rima con periodistas aunque no nos dedicamos a lo mismo.

Mi lugar de trabajo tenía goteras cuando me enamoré de él y sudaba la tristeza de un edificio en abandono. En Google Maps lo encontrarás a tan sólo unos metros de la escarpia de la que cuelga el ‘Guernika’ de Pablo Picasso. Mil metros cuadrados en zona protegida uno. En su juventud, como todos los locales de la calle Hospital, abastecía de suministros al único hospital que entonces tenía Madrid. También fue un salón de baile. Quizás, lo único que no se imaginó es que sería la redacción de ‘Forbes’.

Mi lugar de trabajo, y el de los compañeros que hacen esta revista, guarda en cuartos con llave zapatos de mujer que cuestan miles de euros, cremas que prometen magia para la piel, revistas antiguas y miles de ideas. Millones de ideas.

Mi lugar de trabajo es un sitio en el que lo mismo le pintamos los cuernos al retrato del dueño de Uber que le damos vueltas a la próxima locura que se nos ocurrirá mañana.