“A Niemeyer le emborronaron la utopía”, dejó escrito el diario Jornal de Brasília el pasado lunes 9 de enero. ¿Qué había ocurrido? Pues que una turba de simpatizantes del ya expresidente Jair Bolsonaro, en un acto de furia iconoclasta, acababa de atentar no solo contra los centros neurálgicos de la democracia carioca, sino también contra tres de los edificios señeros de la arquitectura moderna: el Congreso Nacional de Brasil, el Palacio de Planalto y el Supremo Tribunal de Brasil.
Hablamos de tres de las principales obras de Oscar Ribeiro de Almeida Niemeyer Soares. Tres manifestaciones del entusiasmo utópico que llevó al Brasil de mediados de la década de 1950 a construirse desde cero una capital vanguardista en la sabana tropical de El Cerrado, en pleno Mato Grosso.
Los manifestantes de extrema derecha irrumpieron en el complejo monumental y cívico de la praça dos Três Poderes, diseñada por el urbanista Lúcio Costa y el propio Niemeyer, y destruyeron o dañaron, según explica la corresponsal de la CNN, Flora Charner, obras de arte “de un valor incalculable”, como el monumental óleo As mulatas, obra del pintor carioca Emiliano Di Cavalcanti; la pintura Bandeira do Brasil, deJorge Eduardo; o un fastuoso reloj del siglo XVIII, obra del maestro relojero Barthazar Martinot, que el monarca francés Luis XIV regaló a Jorge IV, rey de Portugal y Brasil.
Más aún, la BBC explica cómo los asaltantes utilizaron como parapeto improvisado la mesa de trabajo del expresidente Juscelino Kubitscheck, destruyeron varias vitrinas de valor histórico y artístico o arrancaron las ramas de una escultura de madera. Aunque tal vez los daños de mayor consideración fueron, en opinión de Charner, los infringidos a los tres edificios de Niemeyer. Los graves desperfectos en la cúpula invertida del palacio del Congreso, en las columnas de mármol blanco del Palacio de Planalto o en las ornamentas paredes del Tribunal Federal “demuestran el nulo respeto por el patrimonio brasileño de los supuestos patriotas”. Charner añade que la turba de manifestantes irrumpió en los edificios blandiendo banderas de Brasil que acabarían usando como “toallas o pasamontañas” para protegerse de los gases lacrimógenos que les arrojó la policía.
Poeta del hormigón y la curva
Para calibrar la magnitud del desastre, hay que tener en cuenta cómo se gestó Brasilia y que impacto tuvo la construcción de aquella “capital futurista” en la arquitectura contemporánea.
A medidos de los años 50 del pasado siglo, Oscar Niemeyer era ya un profesional de mediana edad con mucha arquitectura en las alforjas, consagrado a nivel mundial por proyectos como el parque Ibirapuera, en São Paulo, o su propia residencia, la Casa de las Canoas. Discípulo de Le Corbusier (con el que había trabajado en proyectos como el edificio principal de las Naciones Unidas en Nueva York, construido en 1952) y Frank Lloyd Wright, Niemeyer gozaba de una merecida reputación de “esteta” entre los representantes del movimiento vanguardista. Por entonces se decía ya de él que había convertido el hormigón en un material de construcción “sensual” y que había abrazado la línea curva con un fervor poco habitual entre sus coetáneos.
En la revista Módulo, fundada por él mismo, publicó un texto, O poema da curva, que es todo un manifiesto estético condensado: “No es el ángulo recto el que me atrae. Ni la línea recta, dura, inflexible, creada por el hombre. Lo que me atrae es la curva libre y sensual. La curva que encuentro en las montañas de mi país, en el curso sinuoso de sus ríos, en las nubes de sus cielos, en el cuerpo de la mujer que amo. De curvas está hecho todo el Universo. El Universo curvo de Einstein”.
A ese profesional de la arquitectura racionalista y místico, poético y pragmático, cosmopolita, pero con sólidas raíces locales, le llegó en septiembre de 1956 el encargo de su vida. Se trataba de construirle una capital a Brasil. Y de hacerlo, además, en colaboración con su viejo cómplice, Lúcio Costa (el hombre que le dio su primer empleo en 1932, cuando era aún un arquitecto casi imberbe) y bajo los auspicios del visionario presidente Kubitschek, que en su etapa como alcalde de Belo Horizonte le había encargado un casino y una iglesia.
Costa se encargó del plan de ciudad y Niemeyer, de la inmensa mayoría de los edificios emblemáticos. La catedral, el Palacio de los Arcos (sede del Ministerio Brasileño de Asuntos Exteriores), la residencia presidencial del Palacio de la Alborada o la tríada de obras monumentales de la praça dos Três Poderes.
Un logro sin precedentes
Lo hizo todo en apenas tres años. La capital estuvo lista en abril de 1960 y asombró al mundo. Le Corbusier la saludó diciendo que la utopía de la arquitectura moderna acababa de materializarse. Por una vez, no se trataba de que el modernismo intentase dialogar, mal que bien, con el pasado, sino de una gran urbe completamente inspirada en ideas contemporáneas y construida en el vacío, en plena selva, en un lugar en el que antes no hubo nada.
Medio millón de seres humanos se instalaron en esta metrópolis recién estrenada y que, vista desde el aire, tenía forma de avión, con su eje monumental como cabina de fuselaje y Três Poderes como cabina de los pilotos. Le Corbusier había tenido la oportunidad de hacer algo similar unos años antes, en la ciudad india de Chandigarth, pero la escala era otra, nada comparable a materializar de manera casi milagrosa la enorme sede administrativa del que por entonces se conocía como “el país del futuro”. Niemeyer dijo que se había sentido con la incomparable libertad de pintar una obra monumental en un lienzo en blanco. Desde su punto de vista, fue “como poner un pie en la Luna”.
Iconos de una modernidad distinta
De los edificios asaltados el pasado lunes, el Congreso Nacional o Palacio Nereu Ramos es la de aspecto más sencillo e icónico. Un bloque horizontal rematado por dos elegantes cúpulas, una cóncava y otra convexa, sobre la que se alzan dos majestuosas torres de oficinas de 100 metros de altura.
La esfera convexa es la sede del Senado y la cóncava, conocida popularmente como la caneca (el tazón), la del Congreso de los Diputados. El propio Niemeyer reconocía que este edificio, una mole de apariencia liviana, no hubiese sido posible “sin la esbelta poesía matemática” de Joaquim Cardozo, el hombre que realizó los cálculos estructurales.
El Palacio de Planalto es la sede de las oficinas presidenciales. La historiadora de la arquitectura Styliane Philippou, la describe como “una grácil metáfora visual de la democracia”, con sus columnatas monumentales revestidas de mármol blanco, con curvas que compensan la austeridad rectilínea” y representan así “la apertura y la accesibilidad, invitando a los ciudadanos a entrar en las sedes de gobierno”.
Unas columnatas hoy maltrechas, y presentes también en el Supremo Tribunal. Otro edificio que pretende, según Philippou, ser “una expresión del triunfo de los valores colectivos de la polis democrática”. Las columnas rectangulares que sostienen su techo “están expuestas en las elevaciones frontales y posteriores y, al mismo tiempo, borradas en su revestimiento de aluminio en color gris oscuro”. Un efecto visual “fluido” que contribuye a la armonía y ligereza del conjunto y “se aprecia sobre todo caminando por las verandas”. Al hacerlo, las grandes columnas “se abren y se cierran, en movimiento perpetuo”, como un deslumbrante abanico.
Para Philippou, el Niemeyer que creó Brasilia de la nada era un arquitecto en la cumbre de su arte, un creador comprometido con el ideal de belleza pura que supo ir mucho más allá “del modernismo doctrinario” y de “los requisitos programáticos del funcionalismo”. En opinión de la estudiosa, su arquitectura “afirmó el espectáculo, el placer, la sensualidad, la belleza y la sensualidad”. Su estética del exceso “estuvo arraigada en las tradiciones propias de Brasil y su paisaje tropical, y desafió el predominio de los muros blancos y puros, las líneas y los ángulos rectos”, elementos todos que él asociaba con “la tradición técnica europea”.
Contra ese patrimonio y esa idea de belleza atentaron también los asaltantes de la praça dos Três Poderes. Y contra la idea de un país pujante, capaz de materializar en tiempo récord una utopía de hormigón armado y regalarse a sí mismo una capital de vanguardia en plena selva.