El nombre de Santiago Calatrava aparece asociado estos días a los de Mario Vargas Llosa, Miguel Bosé, Elton John, Tony Blair, Shakira, Julio Iglesias, (quién escalaría tres puestos en la lista Forbes de las personas más ricas de España si se tuviera en cuenta su fortuna en paraísos fiscales) o Josep Guardiola. Y no por razones positivas.
En concreto, se relaciona tanto a él como a su esposa, Robertina Calatrava, con cuatro sociedades opacas con sedes en paraísos fiscales como las Islas Vírgenes Británicas, las Islas Caimán y el estado norteamericano de Delaware, en el curso de la investigación de los papeles de Pandora, llevada a cabo por el Consorcio de Periodismo de Investigación (ICIJ), en la que colaboran 150 medios de comunicación de 117 países, entre los que se encuentran El País y La Sexta. El arquitecto español, nacionalizado suizo y residente en Zúrich desde 2012, habría hecho uso de un entramado financiero para pagar menos impuestos y ocultar una parte de su fortuna personal, que según estimaciones de la revista Bilanz supera los 140 millones de euros.
No cabe duda de que Calatrava es un hombre rico. También un profesional de prestigio y trayectoria muy contrastada, poco menos que impecable hasta finales de los noventa, periodo en que su trabajo empezó a convertirse en objeto de controversia. Primero, por lo supuestamente repetitiva que es al menos una parte de su obra; en especial, esos puentes de arco, perfectamente intercambiables en opinión de sus detractores, que proliferan por medio mundo, de Mérida a Jerusalén pasando por Lisboa, Orleans, Buenos Aires, Venecia, Bilbao, Dublín o Valencia. Después, por la dudosa funcionalidad y los graves defectos estructurales y de acabado de algunos de sus proyectos. Y, por último, por los elevados presupuestos de su obra pública y la tendencia a acumular sobrecostes exorbitados durante el proceso de construcción.
El vientre del arquitecto
En opinión de Ashifa Kassam, corresponsal de The Guardian, resulta innegable que Calatrava es “un arquitecto prominente, conocido por sus intrincados diseños y la compleja singularidad de su estética”. Sin embargo, “ha dejado a su paso un reguero de clientes insatisfechos por los evidentes problemas de ejecución de algunas de sus obras, del techo con goteras de una bodega de La Rioja a esa deslumbrante Ciudad de las Artes y de las Ciencias de Valencia cuyo coste final ha sido cuatro veces superior a lo inicialmente presupuestado”.
En un artículo de la revista FastCompany, la experta en arte Karrie Jacobs llegaba a afirmar que “Calatrava tal vez sea un incomprendido, como él mismo ha afirmado en alguna ocasión, pero es sin ninguna duda uno de los arquitectos más odiados por sus compañeros de profesión”, y citaba en defensa de su tesis a primeras espadas de la arquitectura internacional como los estadounidenses Michael Graves y Peter Einsman. Para Graves, el arquitecto valenciano sería poco menos que un arrogante embaucador especializado en añadir “adornos desmesurados y superfluos” a los edificios e infraestructuras que proyecta “para poder cobrarlas a precios obscenos”, un punto de vista secundado por Einsman.
Sin embargo, por muy desfavorable que resulte la opinión de parte de sus colegas, si algo resulta difícil discutirle a Calatrava es la solidez de su formación artística y técnica. Nacido en 1951 en la pedanía valenciana de Benimámet, muy cerca de la ciudad de Paterna. Se formó como dibujante y pintor desde edad muy temprana y alternó los estudios de Arquitectura en la Universidad Politécnica de Valencia con los de Bellas Artes en escuelas de París y Burjasot. Después obtuvo un doctorado de Ingeniería Civil en Zúrich, ciudad donde empezó a ejercer la docencia y abrió su primer despacho profesional en 1979.
El Calatrava que empezó a presentarse a concursos con menos de 30 años era un proyectista brillante y muy versátil, capaz de aunar el rigor y la precisión de un ingeniero con la creatividad y la sensibilidad de un escultor. Lo demuestra el primero de sus encargos de envergadura, la estación ferroviaria de Stadelhofen (1983), en el centro de Zúrich, en la que se aprecia ya su apuesta por un organicismo de vanguardia y su rechazo a la línea recta, dos características que acabarían convirtiéndose en constantes en su carrera.
A mediados de los ochenta, en pleno auge internacional del movimiento high-tech, con su vigorosa reinterpretación de la tradición modernista, Calatrava volvió a España para construir un puente, el de Bac de Roda, en la ciudad de Barcelona, que llamó la atención por su audaz diseño, con arcos gemelos inclinados hacia el interior en un ángulo de 30 grados, como la espina dorsal de un extraño mamífero tendida sobre un abismo suburbano.
Aquel sería el primero de una larga ristra de calatravas que le dieron a su autor una sólida reputación de arquitecto de infraestructuras de fantasía. El Lusitania, en Mérida, 465 metros sobre el río Guadiana, es uno de los más ambiciosos y robustos, y el de El Alamillo, en Sevilla, uno de los más bellos. Luego vendría la torre barcelonesa de comunicaciones de Montjuïc, el célebre “palillo”, con su mosaico de cerámica (trencadís) inspirado en Antoni Gaudí. Y después, tras los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Internacional de Sevilla, que tanto contribuyeron a dar visibilidad al trabajo de Calatrava, una fase de hiperactividad fulgurante que le llevaría a seguir acumulando proyectos de perfil muy alto, como el atrio del Brookfield Place de Toronto, la lisboeta estación de Oriente, el museo de arte de Milwaukee, el Turning Torso de la ciudad sueca de Malmö (tal vez uno de sus edificios más brillantes, un rascacielos de una ligereza casi volátil que se retuerce sobre su eje, obra maestra del expresionismo estructural) o la nueva terminal del aeropuerto de Bilbao.
Arquitectura resbaladiza
La última de estas grandes infraestructuras marcaría uno de los primeros puntos de inflexión negativa en su trayectoria. En este vistoso edificio, conocido popularmente como “La Paloma”, por su peculiar aspecto de ave a punto de alzar el vuelo, Calatrava incurrió en la extravagancia de proyectar una sala de espera a la intemperie en una ciudad en que llueve una media de 180 días al año. Siete años después de ser inaugurado, el edificio tuvo que reformarse para corregir tanto ese detalle como aspectos relacionados con la climatización, las rampas y los ascensores internos, unas obras de mejora por las que el arquitecto facturó 3,3 millones adicionales, iniciando así una tradición de desencuentros con el ayuntamiento bilbaíno.
Por entonces, ya en el siglo XXI, el valenciano se había convertido en arquitecto emblema del boom inmobiliario español, responsable de uno de los despachos profesionales con mayor facturación del mundo. En 2004 se le atribuía un patrimonio de alrededor de 36 millones de euros que ocho años después se habían transformado en los más de 140 millones de euros de que hablaba ‘Bilanz‘. En el periodo anterior a la crisis financiera de 2008, el arquitecto construyó con profusión y una cierta desmesura en un país cuya obra pública y privada habían entrado en fase de crecimiento exponencial. Explotó para ello su enorme prestigio y su proximidad a administraciones de todos los colores políticos, aunque especialmente al azul del Partido Popular.
Para la Generalitat de Valencia realizó uno de sus proyectos más ambiciosos y peor calibrados, la Ciudad de las Artes y las Ciencias, que de un presupuesto inicial de 308 millones de euros en 1990 pasó a un coste definitivo de 1.282 cuando por fin se completaron las obras 20 años después. El propio Calatrava lo atribuyó a modificaciones drásticas en el proyecto derivadas de los cambios de gobierno en la Administración autonómica, pero las críticas recibidas por un incremento de costes tan llamativo empezaron a erosionar su prestigio. Para colmo, uno de los principales edificios del complejo arquitectónico valenciano, el Palacio de las Artes Reina Sofía, inaugurado en 2005, ha tenido que cerrarse posteriormente en varias ocasiones debido a problemas de acústica, visibilidad, permeabilidad o el hundimiento de la maquinaria de control del escenario, así como al desprendimiento del trencadís de su fachada.
Otros proyectos con el sello de este diseñador de estructuras faraónicas también suscitaron polémica por diferentes motivos. El puente peatonal de Zubizuri, en Bilbao, con su espectacular pavimento de vidrio laminado traslúcido, acabó resultando resbaladizo en días de lluvia y tuvo que ser cubierto con una moqueta antideslizante que anulaba, en gran medida, su efecto estético. La pasarela defectuosa había costado 535 millones de pesetas, el equivalente a 3,2 millones de euros. El Palacio de Exposiciones y Congresos Ciudad de Oviedo, conocido en la ciudad como “La Ñora”, por su forma de crustáceo cuando se ve desde arriba, y por su tamaño desmesurado para su ubicación final, que de un primer presupuesto de 79 millones pasó a un coste real de 360, contaba en el momento de su inauguración (mayo 2011) con una cubierta móvil en forma de visera que no pudo abrirse debido a un problema en su sistema hidráulico.
El cielo es el límite
Y eso no es todo. Su puente sobre el Gran Canal de Venecia costó el triple de lo presupuestado, incluye barreras arquitectónicas que lo hacen infranqueable para los discapacitados y sus apoyos laterales de hormigón presentaban problemas de asentamiento que hacían que se moviesen. Las obras se completaron en 2008, pero el alcalde veneciano, el filósofo Massimo Cacciari, renunció a cualquier acto de inauguración oficial por considerarlo una obra “polémica y fallida” de la que la ciudad no tenía motivos para sentirse orgullosa. Y las bodegas Ysios, en Laguardia, municipio de la Rioja Alavesa, cuya construcción costó 2.500 millones de pesetas (15 millones de euros), presentaban goteras y humedades en su cubierta, motivo por el que la empresa propietaria, el grupo Domecq, demandó en 2013 a Calatrava solicitándole dos millones de euros para realizar las necesarias reformas.
En una entrevista de 2014, el propio arquitecto atribuía estas polémicas a “una campaña de descrédito” con motivaciones políticas. En opinión de Calatrava, clientes y empresas constructoras era los culpables, en la mayoría de los casos, de las disfunciones y problemas de mantenimiento registrados. Él reaccionó a la controversia trasladando su fortuna y su sede central a Suiza, pero no por ello ha dejado de trabajar con regularidad para administraciones españolas. Sus característicos puentes y estaciones siguen proliferando por todo el planeta y algunos de sus recientes proyectos están entre los más ambiciosos y lucrativos que ha conocido la arquitectura contemporánea.
Ahí están el Museo del Mañana de Río de Janeiro, el Centro de Innovación de la Universidad Politécnica de Florida, el Puente de la Paz de Calgary o el puente Margaret Hunt Hill de Dallas. Ahí están, sobre todo, los cerca de 4.000 millones de dólares que ha acabado costando el edificio central de la estación de trenes de alta velocidad del World Trade Center, en Nueva York. El estudio de Calatrava se embolsó algo más de una décima parte de esa cantidad, 408 millones de dólares de los cuales 80 son para el propio arquitecto como autor del diseño original.
Tal y como explica Alissa Walker, experta en arquitectura de la revista Gizmondo, “por el boceto de Calatrava, la ciudad de Nueva York ha pagado el equivalente a lo que costó en su día construir la estación Grand Central, con la inflación ajustada”. Cuando se completó la obra, en marzo de 2006, el responsable del transporte regional del estado de Nueva York, Pat Boye, decidió no inaugurarla, dado que se había convertido en “un símbolo del exceso” que causaba “consternación” a la mayoría de los neoyorquinos. Una vez más, el arquitecto que convierte en oro (casi) todo lo que toca hizo caja a costa de un cliente institucional insatisfecho.