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La historia de como el hijo de Ussía se convirtió en asistente de Antonio Vega

Cuatro o cinco ingredientes bien mezclados colocan la segunda novela de Alfonso J. Ussía, Vatio -auto editada a través de Coba Fina- en boca de muchos.

Alfonso firma A.J para alejarse, lo que le permitamos los medios, de la sombra alargada de su padre, el periodista Alfonso Ussía (73), titán del periodismo liberal y experto polemista. A.J. novela sus comienzos como asistente de Antonio Vega durante los últimos años de la terrible decadencia del compositor con las drogas duras, con hincapié especial en la descripción de sus visitas diarias a las Barranquillas ante los capos de la heroína en Madrid.

Alfonso ha convencido a Ray Loriga (54) para que escriba el prólogo que lo avala. Además A.J ha resuelto bien la estructura y el lenguaje de esta novela y desbarata la primera intención del crítico predestinado a escribir que “su vivencia fue única, pero que eso no justifica la publicación de este libro”.

Vatio es un buen ejemplo de como el rock & roll y sus efluvios, tan denostado por las hordas de Instagram, pero tan importante para mí o para A.J. puede ser tan buena materia prima como lo son los celos, las traiciones o el sexo. Y si no que se lo pregunten a Nick Horby (64) y a su Alta Fidelidad. “¿Tú ordenas los discos por artistas o por orden alfabético?”

Ussía novela su entrada como aprendiz al lado de Vega a propuesta de la discográfica EMI para conseguir que a pesar de su adicción les entregase otro disco. A.J. con veinte años pasa de compartir piso con los colegas Ventura de la Vega (donde el celebérrimo restaurante Hylogui) a hacer de hombre para todo con un músico insatisfecho, que se sabía tocado por las musas de la lírica, y que agudizó el ingenio para que su dosis diaria le permitiese seguir soñando canciones.

A pesar de estar novelada todas las historias le resultan al lector veraz, aunque los nombres de los protagonistas y de las canciones hayan sido camuflados para evitar demandas o simplemente para poder cruzarse con los familiares de Antonio Vega por la calle. Su autor no es un traidor que ajusta cuentas con aquellos años sino un tipo que empezó como fan, se mantuvo como amigo, y acabó como devoto.

¿Tienes interés la degradación de un Antonio Vega gravemente enfermo para el lector? Desde luego que sí. Bastaría su efecto ejemplarizante para una buena lectura íntima, en casa, o pública en los colegios. Espero que el alcalde lo lea, que Ayuso se lo lea. Que el Ministro lo lea. Que cualquiera que tenga capacidad de aportar una reflexión sobre las miserias de nuestra sociedad lo lea.
Cuando era chico nunca me bajé en la parada de metro de Chueca. Cuando la Gran Vía me parecía la calle 42 sabía que en las calles Valverde, Ballesta y aledaños no había que entrar. Haber relegado las miserias de la heroína y sus supermercados delirantes -la Cañada Real o las Barranquillas- a las afueras, esconderlo de nuestros ojos, desterradas a la M40, es un ejercicio de hipocresía vergonzante.

“De quinientos a mil euros diarios” era la necesidad de protagonista de la novela para financiar su enfermedad. Vega organizaba su agenda para obtener dinero fresco, rápido y diario. ¿Qué habrías hecho tú? Una vez solucionada su dosis cambiaba la adicción por la obsesión por escribir, componer, expresarse en este mundo paralelo en el que giraban sus metáforas y la tonalidad de sus guitarras. Era perfectamente consciente de las dos cosas, de su dependencia dual del opiaceo y del perfeccionismo creativo. Me atrevo a escribir que el sedante era el ungüento de su insatisfacción como creador.

Pica el pellejo cuando se mete la novela en las descripciones de lo que se cuece en las Barranquillas. No las relataré aquí para no camuflar esta reseña con anécdotas de alto morbo. Todos los que alguna u otra vez anduvimos alrededor del negocio de la música hemos escuchado de fuentes más o menos solventes (todas te decían que lo sabían de primrea mano) historias truculentas sobre Antonio. ¡Que si vendía las ruedas de la moto! Que si…bla, bla, bla. No era Antonio, y lo era a la vez, era Vega el enfermo. El yonqui famoso que en la novela presume ante Andy, el pseudónimo del autor, “soy famoso a mí no me pasará nada”.

Imagínate la humillación que debía sentir al ser por la mañana en las Barranquillas cuando los mafiosos le espetaban -“qué pasa cantante, cuando nos invitas a un concierto” y luego ser aplaudido por la noche en el Galileo o en la Clamores. Enternece cuando cuenta como Germán Pérez, el alma mater de la Galileo, fallecido recientemente, financiaba su adicción y Antonio sabía exactamente a que hora debía pasar a por la pasta, ni pronto porque no había caja, ni tarde porque otros habían ido a cobrar antes. Las aventuras con las Niñas, cuya chabola, al menos en la novela fue quemada por los Gordos, la presencia gitana en el negocio (que me incomoda por la estigmatización a la que somete a la etnia) y toda la marginalidad que uno pueda imaginarse aparecen en Vatio, pero no son la columna vertebral de la novela sino la amistad quijotesca entre el hidalgo y el escudero.

Tras su lectura no tengo ninguna duda: vivimos de espaldas a la tragedia de unos “5.000” yonkies que vagan por la ciudad. ¿Cómo es posible que un enfermo cuya creatividad ha enriquecido tanto la memoria colectiva de una generación no tenga la ayuda de los mejores especialistas? ¿Para qué sirve el estado del bienestar si alguien que da forma emocional a una sociedad con su imaginación necesitaba ir a las Barranquillas a convivir con la violencia extrema para continuar vivo y componiendo?

Desde luego habrá quien piense que el autor adjetiva el morbo, como hay quién piensa que no se deben publicar imágenes de como la lava engulle viviendas porque eso afecta aún más a los que las han perdido. La respuesta correcta no está en no contarlo, -Alfonso lo escribe bien, y no se recrea en detalles escabrosos- sino en el cómo narrarlo.

Tras la muerte de Vega, a los 51 años, Ussía continuó en la industria musical en plena reconversión. Cuenta su biografía que trabajó con Dover, Bunbury o Bertín Osborne. Ya tenía callo en el alma. Fundó dos empresas, una discográfica, U Bross Records, y una editorial Neupic y con las dos se pegó una buena galleta. El libro es muy probable que también sea consecuencia de aquellos intentos.

Antonio Vega murió el 12 de mayo de 2009. No se inyectaba jaco, sino que consumía base y cocaína. No bebía casi alcohol, sino Sandy y Fanta de Naranja. Y tampoco compuso La Chica de Ayer en el Penta. Es una leyenda del barrio. La escribió en la Malvarrosa mientras hacía la mili. No creo que aclararlo modifique la leyenda.

Si hay un escritor más allá de estas vivencias, que yo creo que sí, es lo que tendrá que despejar la crítica. O quizá no, quizá lo tenga que decir gente como tú y como yo. Gente que lee y cuando le gusta algo se lo recomienda a otro.