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Crisis del coronavirus

Año 0: los problemas estructurales que la pandemia puso sobre la mesa

Una mujer trabaja mientras cuida de su hijo durante el confinamiento. Getty.
Una mujer trabaja mientras cuida de su hijo durante el confinamiento. Getty.

Cuando Pedro Sánchez se bajó del estrado hace un año tras anunciar la decisión de decretar el estado de alarma, la vida, tal y como la conocíamos, no volvió a ser como antes. Tampoco la sanidad, la economía, la política ni cualquier estrato de aquel sistema en cuyas estrategias de gestión de crisis jamás se había planteado algo tan improbable como un virus bloqueándolo. “De esta saldremos más fuertes”, se escuchaba en la televisión, en los periódicos, en las redes sociales. Pero la incertidumbre llevó a España a sentarse cara a cara con su realidad, con todos los defectos silenciados por el trasiego social que abría, poco a poco, la brecha insalvable de la desigualdad.

Ahora, sobre la mesa tenemos todos los problemas estructurales que la pandemia ha desenterrado. Un año más tarde, las instituciones ya cuentan con la distancia suficiente para comenzar a resolver los defectos del orden social que el coronavirus visibilizó. ¿Qué queda por resolver?

Fragilidad económica de un turismo dependiente de turistas internacionales

‘Sol y playa’. El sector turístico ha sido tradicionalmente uno de los principales motores de crecimiento de la economía española. En periodos previos a la pandemia, llegó a representar hasta el 12,4% del Producto Interior Bruto (PIB), un porcentaje que poco tiene que ver con el 4,3% al que se ha desplomado tras este primer verano sin turistas extranjeros. La fuerte dependencia que España ha tenido siempre del turismo extranjero ha salido cara en esta pandemia. 

En total, el país ha perdido 60 millones de turistas extranjeros. De hecho, en los meses de alta temporada —junio, julio, agosto y septiembre— los principales países emisores de turistas como Reino Unido, Alemania o los países nórdicos rozaron caídas del 90% de visitantes a colación de las restricciones y los cierres de fronteras. Ya lo advertía el Banco Central Europeo tras la desescalada: en una economía como la española, fundamentada en el turismo y la hostelería, “el impacto de la crisis será severo”. Lo está siendo: la crisis del turismo ya le está costando más a España que a Francia y a Italia juntos. 

El daño tan solo es comparable con el de Grecia, pues nuestro país ha cerrado 2020 con un desplome de 106.000 millones de euros en actividad turística —directa e indirecta— y un descenso de la actividad del 70% respecto a 2019, un año en el que España batió el récord de turistas internacionales: 83,7 millones. Por aquel entonces aportaban al PIB más de 91.911 millones de euros anuales, tres veces más que el sector de la automoción o la banca, y dos veces más que la agricultura. En la actualidad, el Banco Central Europeo sitúa en 43.000 millones de euros la pérdida de ingresos y una caída del PIB de 100.000 millones de euros, un tercio de la riqueza nacional y un duro golpe que queda reflejado en el hundimiento de ventas en agencias (-80%), hoteles (-71%), aerolíneas (-65%) y alquiler de vehículos (-58%), según las cifras de Exceltur.

La segunda ola de este tsunami también se ha llevado por delante a otros sectores dependientes del turismo, como la hostelería, el comercio o el transporte. Una prueba de lo esenciales que son los brazos del sector turístico para la economía española reside en que en ellos se ha concentrado el 85% de la caída interanual de los afiliados a la Seguridad Social, así como el 56% de los afectados por ERTE. En total, 293.000 trabajadores fueron despedidos y 435.000 enviados provisionalmente por expedientes temporales. 

Para la hostelería, en particular, los datos no son nada optimistas: Hosteleros de España calcula que uno de cada tres bares podría desaparecer a causa de la COVID. El sector se ha llevado un golpe de 70.000 millones de euros en facturación, equivalente a la mitad de sus ventas. Tal desplome ha repercutido en los sueldos de los empleados que, en realidad, nunca llegaron a ver los beneficios de la recuperación post-2008 —en una década, el salario medio anual de la hostelería solo ha aumentado en 30 euros—. A esto se añade, en el caso de los trabajadores rasos, la alta temporalidad y rotación de puestos, horas extra sin pagar y trabajos fraudulentos que alcanzan jornadas de 15 horas diarias por 300 euros. Una precariedad aún más acentuada por el coronavirus: según datos del Índice de Coste Laboral Armonizado, los sueldos de los empleados de la hostelería cayeron más que las horas trabajadas por la pandemia. 

Sobre la mesa está ahora la fragilidad y vulnerabilidad frente a los choques económicos, como indica el informe Impacto del covid en la Hostelería elaborado por EY. La hostelería siempre ha estado muy fragmentada, compuesta de pequeños negocios —siete de cada diez empresas (314.000 en total) tienen menos de tres empleados—, con márgenes de beneficios muy bajos y niveles de capitalización muy limitados, un cóctel que complica el acceso a la financiación y lleva a la mitad de estos negocios a aguantar apenas un mes con gastos operativos fijos.

Las carencias digitales también han terminado jugando una mala pasada. De un día para otro, bares y restaurantes se han visto incapaces de abarcar una creciente demanda digital como resultado de las restricciones. Muy pocos estaban preparados: faltaban medios, manos y conocimientos. En nuestro país, siete de cada diez pequeñas empresas no cuenta con página web bien porque no cuentan con habilidades tecnológicas, no pueden invertir en infraestructuras digitales o, simplemente, desconfían en la digitalización. Y es que este es otro de esos enredos sistemáticos que no se han resuelto nunca:  ya a finales de 2019, el Comité Económico Social Europeo proponía “establecer una agenda política más amplia encaminada a reforzar el papel de las pymes en el desarrollo socioeconómico de los países” como herramienta para impulsar su competitividad y ampliar el acceso al mercado.

La brecha digital, el mayor obstáculo de la educación

A nivel mundial, la crisis sanitaria dejó sin clase a más de 1.300 millones de niños y niñas, exacerbando las desigualdades subyacentes de los sistemas educativos. De hecho, el Informe de seguimiento de la educación en el mundo (UNESCO) arroja cifras preocupantes: cuatro de cada diez de los países más pobres no pudieron apoyar a sus alumnos en situación de riesgo durante la crisis sanitaria, una consecuencia que parte de deficiencias como la ausencia de leyes que garanticen la inclusión plena en la educación. 

En España, la digitalización es, de nuevo, la principal protagonista del caos. La ola de cierres de los centros educativos, calcula el Ministerio de Educación, dejó sin acceso al 10% de los menores de 18 años (683.999) que no podían permitirse tener un ordenador con el que trabajar desde casa. A la cifra de afectados se sumó la cuarentena analógica de la España Vacía, agravando la brecha digital entre los municipios urbanos y los 2.500 pueblos con una conectividad limitada o directamente nula. 

Una trabajadora desinfecta las aulas de un colegio en Zaragoza. Getty.
Una trabajadora desinfecta las aulas de un colegio en Zaragoza. Getty.

“Los estudiantes más vulnerables también se encuentran entre los alumnos con menos competencias digitales”, advierten las Naciones Unidas en La educación durante la COVID-19 y después de ella. “La crisis sanitaria ha permitido entender en profundidad las disparidades en materia de equidad que requieren de atención urgente. Los gobiernos y asociados deben colaborar para eliminar las barreras tecnológicas invirtiendo en infraestructura digital”.  

Según un estudio del Comisionado de Infancia, la falta de acceso a un ordenador es casi 20 veces mayor en los hogares más pobres. La vinculación de la brecha digital con las situaciones de pobreza y exclusión social quedó reconocida en 2013, dentro del Plan Nacional de Acción para la Inclusión Social 2013-2016 que lo considera un nuevo factor de riesgo de exclusión.  Sin embargo, como apuntan varios catedráticos de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) en esta investigación sobre la brecha digital, “es innegable que la crisis actual sitúa en primera línea aspectos del sistema educativo que han desatendido las exigencias que la sociedad iba reclamando, así como los compromisos adquiridos por los poderes públicos”. 

Las organizaciones educativas llevan más de una década advirtiendo que dotar de smartphones, tabletas, ordenadores y pantallas inteligentes a los centros educativos no es “digitalizar la educación”. El primer paso debe partir de mejorar las alfabetización tecnológica de los españoles que, según datos de la Comisión Europea, todavía se sitúan por debajo de la media europea. La falta de habilidades digitales del profesorado, como ha demostrado la pandemia, también afecta de forma directa al alumnado, que se considera más apto que sus propios docentes, indicando además en esta investigación elaborada por el Centro Reina Sofía que casi el total ha aprendido habilidades tecnológicas de forma autónoma, evidenciándose la urgente necesidad de incluir la formación digital como pilar del currículo educativo.

La brecha digital va de la mano de otros dos datos: España tiene uno de los gastos en educación más bajos de Europa (3,7% del PIB) y la tasa de abandono escolar más alta (44,7%). Hacer hincapié en la equidad y la inclusión, reforzar el aprendizaje en grupos marginados, proporcionar competencias para programas de empleabilidad, apoyar a los docentes, incluir la conectividad en el derecho a la educación y eliminar los obstáculos son soluciones que deben ir de la mano en la escuela post-pandemia. 

La conciliación, agravada por el teletrabajo

El cierre de los centros educativos a partir de marzo agravó el preexistente problema de la conciliación en los 4,5 millones de hogares con menores de hasta 14 años, especialmente en el caso de las mujeres, que ya antes de la pandemia dedicaban dos horas más al día que los hombres al hogar y a la familia, según un estudio elaborado por ClosinGap, y que, durante el confinamiento, alcanzaron las 4,3 horas diarias.

Si bien la irrupción del teletrabajo ha incrementado la presión por compatibilizar la atención a los escolares y la actividad laboral en ambos sexos, el reparto del peso ha sido muy distinto en las ramas de actividad. Según un estudio elaborado por el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas, los puestos de trabajo de un cuarto de mujeres se concentran en sectores productivos con elevadas posibilidades de trabajar, como la educación (52% de posibilidad de teletrabajo) o las actividades sanitarias y sociales (31%), mientras que otro cuarto de los hombres se concentran en aquellos con menor potencial de trabajo a distancia, como la industria (15,5%) o la construcción (11%). Los expertos analizan: “Las trabajadoras se ven sometidas a mayor presión para compatibilizar el teletrabajo con el cuidado de la familia y las tareas domésticas”.

Antes de la pandemia, la brecha de género en los cuidados ya provocaba un impacto económico en el empleo de más de 200.000 millones de euros (un 16,8% del PIB), según los cálculos de ClosinGap: si la tasa de empleo de la mujer se igualase a la del hombre, se crearían más de 2,3 millones de puestos nuevos. De cara a evitar un mayor impacto económico, y tras los aprendizajes que nos ha dejado la pandemia, la Comisión Europea ha elaborado la Estrategia para la Igualdad de Género 2020-2025 con el objetivo de colmar las brechas de género en el mercado del trabajo, lograr la participación igual en todos los sectores de la economía, abordar la brecha salarial y reducir la brecha de género en los cuidados.

Salud mental: la urgencia de incrementar plazas

En 2017 —últimos datos disponibles por el Ministerio de Sanidad— más de una de cada diez personas había sido diagnosticada con algún problema de salud mental. Un año después, la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad advertía que cada vez más españoles sufrían ansiedad, cifrando en 12 millones y medio las personas que han experimentado estrés de manera frecuente o continuada. En la actualidad, si la factura de la pandemia ha salido cara para la sociedad, sus efectos sobre la salud mental han sido devastadores. 

Como indica un estudio impulsado por la Fundación AXA, el coronavirus ha desbancado a nuestro país de los niveles europeos de bienestar emocional. Ahora son los españoles los que más problemas de salud mental sufren por el covid-19: tres de cada diez han reconocido sentirse mal emocionalmente durante la pandemia —en años anteriores, ni siquiera uno de cada diez se sentía así—. La encuesta publicada en marzo por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) arrojaba datos similares: casi uno de cada cuatro españoles ha tenido miedo a morir por el coronavirus y la mitad se ha visto con pocas energías para afrontar la vida.

“Estimaciones previas al covid-19 cifran en casi un billón de dólares las pérdidas anuales de productividad causadas únicamente por la depresión y la ansiedad”, advertía la Organización Mundial de la Salud (OMS) a finales de 2020. “Destinar el 2% de los presupuestos nacionales sanitarios en salud mental no es suficiente”. En España, a pesar de que se destina un 5,6% de los presupuestos sanitarios a la salud mental, el coste de estos trastornos representaba un 8% del PIB en períodos previos a la pandemia.

La falta de previsión en la planificación del confinamiento, que de un día para otro dejó sin recursos psicológicos a las personas con trastornos mentales preexistentes, agudizando sus síntomas, es una de las consecuencias de una gestión previamente deficiente. En particular, la falta de psicólogos clínicos en la sanidad, que sitúa a nuestro país a la cola de Europa, retrasa la atención (algunos pacientes tuvieron que esperar un año para ser atendidos), lleva a diagnósticos equivocados por la alta presión de la demanda, y priva de acceso a la atención psicológica a todas las personas vulnerables que no pueden permitirse pagar una clínica privada. 

Modelo urbano

En el imaginario colectivo siempre quedarán aquellas imágenes de las ciudades desiertas, lugares donde el asfalto se convertía en un mero objeto decorativo y el sonido de la fauna volvía escucharse entre sus rincones. La urbe se transformó en algo que sus habitantes nunca hubieran podido imaginar: parecía que había realidad más allá del incesante tráfico y el ritmo agotador. Surgía una pregunta: ¿tenemos que repensar las ciudades?

Ha sido en estas donde se han reportado alrededor del 90% de los casos detectados, según indica Naciones Unidas. La excesiva densidad poblacional (93 personas por km2), que sitúa a España como el país europeo con mayor densidad de población, ha sido un agente clave en la propagación de los contagios junto con el reparto desigual de los espacios públicos urbanos, que, indica Naciones Unidas, limita el acceso a los servicios básicos y sanitarios de los barrios urbanos desfavorecidos y obliga a sus habitantes a recurrir a una mayor cantidad de transporte público, exponiéndose durante periodos de tiempo más largos. 

Repensar las ciudades con nuevas estrategias de planificación, diseño urbano y gobernanza es ahora la premisa que marca el viaje a la era post-covid. Así, ONU Habitat propone reverdecer las urbes, fomentar el transporte público seguro en detrimento del privado para conseguir un aire más limpio y facilitar el acceso equitativo a la vivienda. Ciudades como Ottawa (Japón) o París ya proponen las llamadas ‘ciudades de los 15 minutos’ en las que la planificación urbanística dota a todos los ciudadanos de acceso a servicios básicos, compras, cultura y ocio a menos de quince minutos a pie de casa, reduciendo la desigualdad y minimizando la dependencia del transporte, tanto público como privado.

En todos los aspectos del sistema, la pandemia obliga ahora a diseñar una vida post-covid. Un año después, todavía hay numerosas cuestiones que no han encontrado la respuesta. No obstante, para avanzar hacia el futuro es primordial soltar lastre, eliminar todos esos problemas que, silenciosamente, no permitían al mundo avanzar.

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