Decía Richard Branson, el todopoderoso magnate de la Virgin, algo así como “las oportunidades de negocio son como los autobuses: siempre llega otro a continuación“, y sin embargo hay personas a las que siempre parece irles bien y personas a las parece pasarle todo lo contrario. Podemos ser intelectualmente perezosos y achacarlo a la dicha o al destino, aunque me temo que tenemos bastante más responsabilidad en nuestro sino que el simple azar del universo, el horóscopo o los rituales de los yaquis del noroeste de México.
El tópico dicta que se trata de una actitud, aunque es más bien un modo de nutrirse, una capacidad innata para descartar todo lo innecesario y percibir la oportunidad, la idea, el hueco en el que encaja la pieza correcta, donde otros no ven nada. Una suerte de percepción que reconoce códigos y mensajes, los interioriza y desecha lo superfluo para aplicarlo a nuestras metas.
Pongamos por ejemplo el acercamiento de nuestros allegados a un largometraje tan popular como El lobo de Wall Street, dirigida por Martin Scorsese en 2013 y basada en la biografía de Jordan Belfort. La mitad de nuestras esferas (la gente que nos rodea, por utilizar una expresión de Peter Sloterdijk) centrará su atención en la caótica vida de Belfort en su camino al éxito económico y se divertirá con los descomunales excesos del protagonista.
Sin embargo, habrá otro porcentaje de conocidos, amigos y esferas varias que interiorizarán otro mensaje: la de un tipo que llega al bajo Manhattan con un reloj de veinte dólares y acaba ganando más dinero del que cabe en la reserva federal.
No solo eso, sino la capacidad de Belfort de leer cada situación, palpar las grietas de cada negocio y dilucidar la oportunidad donde otros se limitan a anotar escollos e impedimentos.
Es por ello que en algo tan -aparentemente- ingenuo como la aproximación a un respetable blockbuster podemos diferenciar dos maneras de procesar la ficción que se encuentra en lados opuestos del espectro. Por supuesto, la moraleja es también aplicable al mundo real: en una la psique se queda con los fuegos de artificio, en la otra extrae la parte aplicable a su proyecto de vida. No hablo de las inmoralidades de Belfort, sino de su tesón y su entereza.
¿Quién sabe? Quizás por eso uno no se sorprende al descubrir que una gran parte de las personas más acaudaladas del mundo ni siquiera pisaron la universidad. Y es que nunca la misma película es igual para dos personas. Y el mundo, tampoco.