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María Porto, galerista: “Dejar Marlborough con 34 años fue una locura”

Hablamos con la galerista María Porto de su infancia, su pasión por el arte y de cómo con 34 años y en la cima del éxito lo dejó todo de golpe.

María Porto fotografiada en su galería. Foto cedida.

Aunque su nombre está irremediablemente asociado al político Francisco Álvarez-Cascos, con quien estuvo casada 15 años, María Porto (Madrid, 1969) es mucho más. Lleva tres décadas dedicándose al arte con pasión, rigor y una visión que mezcla sensibilidad y estrategia. Ha sido directora de grandes galerías, ha trabajado con los nombres más influyentes del arte contemporáneo y hoy lidera un espacio propio en el que sigue apostando el talento joven.

La mayor de tres hermanas y un hermano creció rodeada de arte y cultura gracias, en parte, a su padre, el guionista Juan Antonio Porto, responsable de adaptaciones memorables como la de La Regenta para el filme de Gonzalo Suárez. Gracias a su progenitor, un cultureta sin remedio, creció visitando El Prado y buscando libros en la Cuesta de Moyano, y aún recuerda la impresión que le provocó el Guernica, cuando lo fue a ver con 11 años al Casón del Buen Retiro.

¿Recuerdas la primera obra que te conmovió?

No podría decir solo una. Mi padre era guionista de cine, un amante de la imagen. Estudiábamos con él todos los movimientos artísticos, teníamos muchos libros de arte, nos llevaba a la Cuesta de Moyano, al Prado… Quizá, de forma más consciente, recuerdo cuando trajeron el Guernica al Casón del Buen Retiro. Tendría 11 o 12 años y me impresionó profundamente. Esa luz, el caballo, los tonos blancos, negros, grises, el dibujo y sus mil matices… Enfrentarme a algo tan grande me hacía sentir muy pequeña.

María Porto fotografiada en su galería.

¿Había mucho arte en tu infancia?

Muchísimo. En casa se respiraba un ambiente intelectual. Mi padre era un erudito. Consultábamos el Espasa, que él había leído entero y subrayado. Nos despertó la curiosidad por todo: cine, arte, música, moda, literatura. Desde muy pequeña me llevaba a tertulias de cine. Con cinco años me regaló un Telesketch [un juguete que consistía en una pantalla que te permitía dibujar con dos mandos y borrar todo con un gesto] y me enseñaba a dibujar curvas moviendo dos botones. Dibujaba de maravilla, siempre con un boli o un lápiz en la mano. Me hablaba de Cézanne, del sabor de una manzana, de la línea del horizonte… Vivíamos en la Gran Vía y me contaba que al bajar a por churros por la mañana, veía a Antonio López pintando la ciudad. Años después, tuve la suerte de conocerlo, trabajar con él y dirigir una galería de la que formaba parte. Es una de las personas que más admiro.

Tu primer gran aprendizaje profesional fue en la Galería Marlborough. ¿Qué te enseñó esa experiencia?

Tuve la suerte de empezar en la mejor galería del mundo en un momento brillante para la creación. Me enseñaron que ser galerista no es vender cuadros. Es cuidar carreras, acompañar trayectorias, generar confianza con artistas y coleccionistas. Es una forma de vida. Aprendí que un galerista es confesor, gestor, mediador y compañero. Una galería es un templo, y el estudio de un artista, un espacio sagrado.

¿La obra más valiosa que has comprado?

La primera que compré por mi cuenta. Tenía 24 años, trabajaba en Marlborough, ganaba 80.000 pesetas al mes y le compré una obra de José María Sicilia a plazos a Soledad Lorenzo. Me costó 750.000 pesetas. Todavía la tengo en la entrada de mi dormitorio. También guardo con mucho valor las primeras piezas de artistas jóvenes que representamos en Marlborough. No son solo adquisiciones, son afectos.

¿Si pudieras tener cualquier obra, sin límites, cuál elegirías?

Un Rothko, sin duda. Esa transición de colores… Aunque también clásicos. Pero si me quedo con el siglo XX, Rothko. Y, por supuesto, obras de los artistas que represento. Siempre me acompañan.

¿Y alguna que vendiste y aún sueñas con recuperar?

Una obra de Frank Auerbach, un Katz maravilloso… Algún Miró. Pero nunca he vendido obras mías. Me cuesta mucho desprenderme. Si pudiera, no vendería nada. Me lo quedaría todo.

¿Te ha condicionado alguna vez una relación personal?

Sí. Estuve casada casi diez años con una persona muy expuesta mediáticamente. Mi carrera empezó a verse desde el filtro de esa relación y eso me perjudicó. Me dolió. Fue una etapa dura. Hoy, por suerte, comparto mi vida con alguien que es también mi socio, con quien empezó todo vendiendo un Miró. Compartimos mirada, respeto y profesión. Y eso lo cambia todo.

La galería de María Porto.

¿Has sentido que ser mujer te ha penalizado en tu profesión?

En el mundo del galerismo en España, no. Ha habido grandes mujeres desde Juana Mordó a Soledad Lorenzo, Helga de Alvear, Elba Benítez… Ellas han sido referentes. Quizá sea más difícil ser artista mujer que galerista mujer. Pero mi experiencia ha sido positiva.

¿Qué mujeres te inspiran?

Todas las que se levantan cada día para sacar adelante su vida, su trabajo, sus hijos. Las malabaristas del día a día. Las artistas, que renuncian a mucho para poder pintar. Mujeres como María Moreno, que fue artista y madre. Las que se esfuerzan y no se rinden. Esas son mis referentes.

¿Existe una mirada femenina en el arte?

Existe la mirada profesional, la sensibilidad, la intuición. No creo que dependa del género. Hay grandes galeristas hombres y grandes galeristas mujeres. La clave es la calidad, el compromiso, la mirada.

¿Cuál ha sido tu mayor acierto? ¿Y tu mayor riesgo?

Apostar por el arte público, sacar el arte a la calle. Ver obras que permanecen en espacios urbanos es muy emocionante. Mi mayor riesgo fue dejar Marlborough con 34 años y empezar de cero. Fui dealer privada, monté exposiciones al aire libre, y abrí una galería en El Corte Inglés. Todos pensaban que era una locura, pero hoy mandamos obras a medio mundo desde allí.

¿Hay saturación de galerías?

No. Hay muchos lugares donde se vende arte, pero pocas galerías con vocación, con compromiso, con trabajo de fondo. Ser galerista no es tener un local y vender cuadros. Es seguir la trayectoria del artista, acompañarlo.

¿NFT, moda o revolución?

Una burbuja, de momento. El arte necesita contacto, posesión, ritual. El NFT puede servir para trazabilidad, pero no reemplaza esa conexión emocional que se crea con una obra. Mientras haya personas, habrá arte.

María Porto. Foto cedida

¿Cómo acercamos el arte a los jóvenes?

Rompiendo el mito de que el arte es solo para ricos. Tenemos jóvenes que compran obras a plazos, que coleccionan artistas de su generación. Hay que educar el ojo. El arte se aprende mirando. Las instituciones deben apoyar con leyes de mecenazgo y bajar el IVA del arte. Es cultura.

¿Qué te emociona cada día al entrar en una exposición?

Todo. La obra, por supuesto. Pero también el trabajo invisible que hay detrás: el comisariado, el montaje, la iluminación, la logística. El arte es un trabajo en equipo, y yo soy de equipos. Si falla un eslabón, el baile no sale.

¿Y si un día tuvieras que cerrar la galería?

Ojalá no pase nunca. Pero si ocurriera, me gustaría que me recordaran como una mujer seria, trabajadora, que amó el arte y que ayudó a muchos artistas a crecer. Y que se despidió con las botas puestas. Porque esto no es un trabajo: es una forma de vivir.

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