A riesgo de que esta columna duerma el sueño del olvido en el gabinete de documentación de Alianza Editorial, la editorial que ha pagado los derechos para publicar las memorias de Woody Allen (19,50 euros), me decido a escribirla a partir de una intuición: los recuerdos de Allan Stewart Konigsberg (1,65 de estatura y 84 años, pantalones de pana de Ralph Lauren y gafas Moscot) tienen más capas que una cebolla.
Una lectura rápida se nos ofrece espumosa como un cava fresquito, una segunda lectura más sosegada se parece más a un laberinto de puertas, no siempre abiertas, hacia el alma del autor, sino a La puerta del misterio, como se titulaba uno de los programas del cavernoso profesor Jiménez del Oso. Propongo por eso al lector que se acerque al libro con libreta auxiliar, lapicero bicolor y Google Chrome a mano.
En apariencia se trata, –a mí me resulta imposible creer que a Allen le importe su legado dos pimientos– de un ajuste de cuentas, envuelto con habilidad entre bromas y veras, para dejar bien clara su verdad. ¿Sobre qué? Pareciese que Allen busca sobre todo defenderse de la acusación de abuso sobre una de sus hijas, pero va mucho más allá. Es más, las casi cincuenta páginas dedicadas a emplumar a Mia Farrow (75) son, a mi gusto, lo más aburrido porque invita al lector a tomar partido de una u otra manera.
A mí, desde luego, no me hacían falta porque la pregunta no es si Woody Allen fue culpable o inocente –ningún juez lo ha declarado culpable– sino cómo un hombre sin sentencia de culpabilidad alguna puede sobrevivir a su acusación pública y continuar creando.
Apunte el lector en la libreta. Allen no es el personaje que sale en sus películas. Identificar al escritor, al actor y al director con el personaje es como creerse que cuando el ilusionista parte a una mujer por la mitad en el escenario, la protagonista no volverá a casa caminando la noche de la función. No todas las novelas escritas en primera persona hablan del escritor. Claro, que hay mucho de Allen en sus libros, obras de teatro, sketches (“en el Blue Angel me presenté con Nina Simone”) y películas, como lo hay del director de este periódico en cada noticia, o de este cronista en cada acento mal puesto. Allen se parece más a Elmer, el enanito gruñón de Blanca Nieves, que al seductor que lanza los vinilos voladores a su víctima en Sueños de un seductor. Al ilusionado no le compensa conocer la vida privada del ilusionista. Se lo aseguro.
Es fácil reconocer en la lectura algunas verdades para entender a este hombre. Venera a Groucho Marx, y le parece que vender su humor, venderle a alguien un chiste aunque lo cuente otro sobre las tablas, es un ejercicio de “pillería de barrio”, de saber buscarse la vida. Adora Nueva York porque le permite ver pasar la vida sin moverse mucho del barrio (el Upper East Side, claro). “Cuando llega la primavera a Central Park y la glándula pineal segrega un zumo de melancolía indescriptible (…) y sientes deseos de matarte”. ¡Qué mas se puede escribir de una ciudad!
Cayó hechizado por el jazz de Nueva Orleans –no el Be Bop–. “Charlie Parker le arruinó la vida a todos los saxofonistas que vinieron detrás de él” –no el free jazz, nada de eso–, solo por la música mestiza nacida de la esclavitud y las ínfulas de los emigrantes franceses.
Allen sabe bien que toca mal el clarinete, y lo sabe porque ama a Sidney Bechet, a George Lewis, Johnny Dodds o Albert Burbank. ¡Qué no daría yo por que Woody me dejara echar un vistazo a su colección de jazz! Al menos siempre que piso Nueva York voy a la misma tienda a abastecerme (Jazz Record Center).
El dinero le interesa como buen hijo de la cultura judía, (¿saben ustedes que Allen fue un hijo muy querido?), pero a menudo se burla de él. “La mayoría de la gente que gestiona el dinero no sabe nada, pero a menudo suelen verse a sí mismos como tipos que sí saben” (…) “los artistas están llenos de inseguridades y al menos saben que no saben nada”. Su hipocondría es real y figurada, la real no le deja dormir, la figurada (“me gusta posar para las radiografías”) construye su personaje.
Allen quiso ser mago. Su uso del humor es un truco de prestidigitador. Y sus seguidores, la audiencia. Es fácil. Descubrió que resultaba más sencillo hacer reír que practicar los trucos de cartas. El anecdotario es desternillante, como cuando viaja a California porque Jeff Katzenberg (69) –note el lector que sus dos apellidos acaban igual– quiere proponerle que ponga su voz a una hormiga en la película Antz y le manda el avión de la Disney. “Durante el vuelo todas las instrucciones los altavoces las emitían con la voz del ratón Mickey”, escribe. En 2028 el pequeño ratón Mickey cumplirá 100 años. Ya están los chinos fabricando merchandising.
Hay muchas referencias a la comida en este libro y, me sorprende por las hechuras hirsutas del cineasta que más parece un pajarito devorador de alpiste que un glotón. Y comienza por la dedicatoria que destila una ternura emocionante. “Para Soon-Yi (49), la mejor. La tenía comiendo de la mano y de pronto noté que me faltaba el brazo”. El mapa gastronómico de las memorias de Allen lo encontrará el lector en la revista Tapas de julio. “Mis dotes culinarias eran las de cualquier ciudadano que pudiera usar un abrelatas”, confiesa para contar que en uno de sus días de soltería estival le dio por apuntarse a un curso de cocina, no para comer mejor, sino para ligar antes.
Allen deja claro en el libro algunas cosas que ha aprendido estos años. “Si no disfrutas de tu trabajo, cambia de oficio. La diversión reside en el trabajo en sí”. Se muestra decepcionado con el New York Times, uno de sus grandes amores, por no ser objetivo ante su caso (pero le perdona). Se declara aún enamorado, aunque no lo diga así, de Diane Keaton (la elige para que lo fotografíe despanzurrado en la contraportada). “Digamos que Keaton”, escribe, “siempre se ha ataviado con una cierta imaginación excéntrica, como si su asistente de compra fuera Buñuel”.
Por supuesto da consejos de seducción: “Se tanto de vinos como de mujeres bipolares. El truco consiste en poner los ojos como si estuvieras constatando el año de la carta de vinos cuando en realidad estás mirando los precios”.
Cuando acabé el libro ya sabía que lo volvería a leer. Revisaré también las biografías de Natalio Grueso para Plaza y Janes, Graham McCann para Espasa y Eric Lax para la antigua Ediciones B, y su filmografía claro. Uno no olvida nunca aquellos libros que le hicieron arrancar una carcajada en la soledad. Si lo lograron dos veces, esté el editor seguro que el lector comprará algún ejemplar para regalarlo a un ser querido. Yo lo haré. Reproducir los chistes aquí sería una traición, un truco de mal columnista. Uno no cuenta los trucos del mago con el que ha vuelto a la infancia, uno le compra dos tickets a su mejor amigo, o se va con él.
Antes de que esparzan sus cenizas cerca de una farmacia, me daré un garbeo para zamparme uno de los famosos tomates de El Landó donde en su libro de visitas hay una doble página firmada por Allen. Si me lo encuentro esta noche le diría: “A propósito, Woody, gracias”.
*Artículo publicado originalmente en El Español.