Opinión Eugenio Mallol

Los deathbots y la inmortalidad digital

La interacción conversacional con sistemas de inteligencia artificial construidos a partir de mensajes, vídeos o audios de personas fallecidas se extiende en todo el mundo, pero puede generar dependencia y abrir la vía a abusos a los vivos.

Joaquin Phoenix en la película 'Her' (2013).

En pleno estallido de la pandemia, la empresa surcoreana Munhwa Broadcasting Corporation estrenó el documental Meeting You, en el que una madre se encuentra con su hija de siete años fallecida a través de la realidad virtual. Es impactante su llanto desgarrador y cómo se acerca al avatar con los brazos abiertos mientras le dice una y otra vez cuánto la echa de menos.

Un año después, Microsoft registraba una patente para un sistema de chatbot individualizado que permitía utilizar los datos de una persona específica (mensajes de voz y de texto, correos, fotos, vídeos, post en redes sociales…) para recrear su personalidad y responder como si fuera ella. No tenía tener intención de usarla comercialmente, dijo.

El volumen de historias compartidas en foros, en las que se habla del uso de herramientas de inteligencia artificial (ChatGPT ha demostrado ser especialmente eficaz en ese sentido) para mantener una relación virtual prolongada en el tiempo con una persona fallecida, no deja de crecer desde entonces.

El auge de los deathbots, como se conoce a este campo tecnológico, ha encontrado uno de sus principales mercados en un país tan tecnificado y entusiasta con el desarrollo de aplicaciones de IA generativa como China. Momentos como el festival de limpieza de tumbas de Qingming, en el que se conmemora a los muertos, suelen marcar picos de demanda y las han convertido en una opción popular.

Ting Guo, de la Unviversidad China de Hong Kong, lo atribuye, en declaraciones a Rest of the World, al estricto control del Gobierno sobre la religión y la espiritualidad. Los deathbots son una forma alternativa de conectar con los fallecidos y, junto a la adivinación online, se imponen como medios fácilmente accesibles de obtener consuelo.

En ese país, la firma de servicios funerarios digitales Shanghai Fushouyun proyecta avatares realistas de los fallecidos en pantallas de televisión gigantes. Lin Zhi, director de una empresa de avatares de IA en Shanghái, asegura estar entrenando a un robot conversacional para que se convierta en su doble inmortal.

Puedes recibir mensajes de texto gratuitos de alguien que ya no existe con la aplicación del emprendedor Arthur Wu, si te suscribes a su servicio de mensajes de voz de ultratumba por 7,20 dólares al mes. Al parecer, asegura a los menores que se ha ausentado porque está en una “misión secreta”. Ya tiene 2.000 usuarios.

La fiebre se extiende por todo el mundo. En Taiwán, es posible contratar el avatar de una mascota desaparecida gracias a Memoark y, en Occidente, empresas como la estadounidense HereAfter AI y StoryFile recopilan recuerdos y datos de las personas, uno de los posibles usos es preservar su personalidad tras la muerte. 

A trompicones, en agosto pasado entró en vigor la nueva Ley de Inteligencia Artificial de la Unión Europea y los expertos están advirtiendo ya que habría que encontrar encaje para todo este asunto de los deathbots. De momento, no han sido objeto de ninguna regulación específica en todo el mundo.

La profesora de la Universitat Oberta de Catalunya Belén Jiménez es una autoridad global en la materia y ha llevado a cabo uno de los primeros experimentos reales, en el que han participado tres personas que perdieron recientemente a seres queridos.

Según advierte, estos sistemas de IA se valen de una interfaz conversacional para promover que las conversaciones se mantengan en el tiempo. Ese uso continuo va generando una cierta dependencia que podría ser aprovechada con fines comerciales por empresas.

Regina Fabry Mark Alfano, de la Universidad Macquarie, recomiendan implementar un sistema de ‘barandillas automáticas’ para detectar si una persona en duelo se vuelve demasiado dependiente. Creen, de hecho, que las interacciones deberían ser supervisadas por un terapeuta de duelo.

El Centro Leverhulme para el Futuro de la Inteligencia de la Universidad de Cambridge ha declarado esta actividad como de «alto riesgo» y pone dos ejemplos: imagina que las molestas notificaciones automáticas que te atosigan en el móvil provienen de un familiar muerto que quiere hablar contigo; y qué pasaría si una empresa te pide que pagues más si quieres seguir accediendo a un deathbot.

Los usuarios pueden ver limitada su autonomía y acabar en manos de empresas de publicidad, dice en un reciente paper Nora Freya, de la Universidad Lindemann de Osnabrück (Alemania). Clasifica a los chatbots como “nichos afectivos tecnosociales habilitados por internet” (tu lista de Spotify sería un “nicho afectivo”, para que nos entendamos), lo cual tiene sus cosas también positivas, por eso insta a clasificarlos como dispositivos médicos. De ese modo, su uso se limitaría a las personas que han tenido una relación valiosa con la persona resucitada digitalmente.

Los replicantes de Blade Runner querían recuerdos, aunque en algún caso la siniestra Tyrrell Corporation les hubiera implantado los de una persona real. Probablemente la IA del deathbot nunca caiga en la cuenta de que la voz con la que habla no es suya. En cierta ocasión, el poeta Jaime Siles me dijo: “quien habla con una voz de alquiler, tiene un alma de alquiler”. Pero ese es ya un problema tecnológico de otra dimensión.