Sus ojos no eran violeta (sino azules), ganó su primer Óscar por una traqueotomía y sus primeros romances fueron inventados. En Elizabeth Taylor: las cintas perdidas, el documental dirigido y escrito por la norteamericana Nanette Burstein (Nueva York, 1970), la actriz se desenmascara a sí misma en un material inédito grabado por el periodista Richard Meryman en 1964, el momento más álgido de su carrera.
“No me gusta la fama. No me gusta la sensación de pertenecer al público”, confiesa Elizabeth Taylor (1932-2011), quien se hizo famosa con 10 años con El coraje de Lassie (Fred M. Wilxox, 1946). El productor de la película, Sam Max, describió su presencia como «un eclipse de sol».
Su compañero de reparto, Roddy McDowall -quien dijo de ella que era «la cosa más hermosa que he visto en mi vida»– se convertiría, junto con Montgomery Clift y Rock Hudson, en lo que llamaría «su santuario de amigos gays: «nunca tenían un interés en mí más allá de la amistad».
Y, sin embargo, ella confiesa que el público la veía fea -«guapa por fuera pero no por dentro, por culpa de mis errores personales»-. Se casó con los cinco hombres de los que se enamoró porque «adoraba ser la novia de la boda». Recuerda su primer divorcio, a los 10 y nueve años, como su primer momento de libertad (hasta entonces, había vivido bajo la tutela de su madre): estaba alojada en el Hotel Plaza de Nueva York y empezaba una vida frenética.
Tenía una asignatura pendiente con la industria que la veía como una movie star, más que como una actriz. «Me sentía como una marioneta: la Metro Goldwyn Mayer me obligaba a hacer papeles que odiaba». Confiesa que ganó su primer Óscar -por Una mujer marcada (Daniel Mann, 1961)- gracias a la traqueotomía que tuvieron que practicarle a causa de una neumonía («la película era espantosa»).
En este sentido, una de las declaraciones más llamativas de Elizabeth Taylor: las cintas perdidas es: «Si hubiera sido ambiciosa con mi carrera habría hecho Ben-Hur«. Un ejercicio de autocrítica sobre papeles de los que se muestra profundamente arrepentida.
Decían de ella que “cuando se trataba de negocios era despiadada”: fue la primera persona de la historia del cine que cobró un millón de dólares por una película –Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz y Rouben Mamoulian, 1963), y además pidió el 10% de la recaudación. Richard Burton confesaba que nunca le perdonó haber cobrado solo 300.000 $. La película fue tan sonada por la envergadura de la producción como por el tórrido romance que vivieron.
“Amo no ser yo, sino la mujer de Richard” confesó la actriz. De él dice que se llevaba muy bien con sus hijos porque tenia su misma edad mental. Su historia de amor fue altamente mediática: «los paparazzi se disfrazaban de curas o fontaneros para acercarse a nuestra casa».
Con Burton volvería a trabajar en varias ocasiones. Compartieron el título que la consagraría como actriz ¿Quién teme a Virginia Wolf? (Mike Nichols, 1966). Con este trabajo estuvo, por fin, a la altura del público, la crítica y la propia industria. Fue un papel desafiante que le valió su segundo (merecido) Oscar. Atrás quedaba la actriz que temblaba y sudaba en el set porque no tenía formación y solo se guiaba por su instinto.
“Hay una calma en ti que es hermosa”, es la conclusión de Meryman, su entrevistador, después de las 40 horas de grabación y varios whiskies con soda entre las cintas perdidas.