“El rey ha muerto, viva el rey”. Con este famoso lema, empleado casi como rito de paso en la sucesión de diversas monarquías medievales, se pretendía evitar la incómoda situación del interregno y servía como última ocasión de vitorear al rey fallecido y la primera en hacerlo con el nuevo monarca.
Los dioses del fútbol, casi siempre caprichosos, han querido que la marcha de Pelé (el indiscutible ‘O Rei’ de los Mundiales) haya casi coincidido –por apenas unos días en el tiempo– con la consagración definitiva de Messi en la última cita de Qatar, levantando como aquél la Copa al cielo para la posteridad eterna (aunque embutido éste último en una túnica árabe como resultado del inevitable marketing actual).
La inmensa mayoría de los súbditos del fútbol que escribiremos estos días sobre Pelé jamás le vimos jugar en vivo (simplemente, por una cuestión generacional). Nos quedan sus vídeos en YouTube y las crónicas antiguas de sus gestas en batalla, siempre valiente ante las patadas malintencionadas de los defensas.
De los grandes que ocupan el Olimpo del balón, junto a Cruyff, Di Stéfano o Maradona, él fue el único que jamás jugó en Europa y –quizá por ello, desde esta esquina del océano– es quien nos resulta más romántico y exótico en su pureza. Nunca quiso, nunca pudo o quizá nunca le dejaron salir de Brasil por cuestiones políticas (le tocó convivir con una dictadura militar), ya que se le consideraba patrimonio sentimental del pueblo.
Príncipe y mendigo, aprendió a jugar en la calle, descalzo, con una balón hecho de trapos. Creció pobre, pero alegre, como esa forma tan brasileña de entender el juego y la vida, repleta de fintas, regates y goles por la escuadra, narrados a ritmo de samba. Como todos los niños, jugaba para ser feliz, aunque su habilidad con los pies le haría después millonario (y bien que supo gestionar sus ahorros).
Ganó su primer Mundial con sólo 17 años (apenas existen de aquella época imágenes en blanco y negro) y el último con casi 30 primaveras, ya en technicolor, liderando una de los mejores selecciones de Brasil de todos los tiempos. Entre ambos sucesos, el negocio del fútbol se hizo moderno, planetario y muy lucrativo, ayudando Pelé a convertirlo en la multinacional que es hoy en día.
Hasta consiguió que John Huston y Sylvester Stallone pareciesen interesados por el deporte rey en Evasión o victoria, la película de ficción por la que se le recuerda casi tanto como por sus mejores jugadas reales (o highlights, como se dice ahora), todo un símbolo posmoderno y metalingüístico de esta nuestra sociedad actual de la comunicación.
Hablemos algo de sus sombras. Dicen que Di Stéfano era huraño y algo introvertido; Cruyff fumaba en los descansos y discutía sus contratos publicitarios con las firmas de ropa deportiva; y Maradona… ¡qué no decir de Maradona! Los tres fueron contestatarios, independientes y nadaron a contracorriente.
Pelé, por el contrario, se integró perfectamente dentro del sistema administrativo (de un modo más que inteligente) y supo adecuar sus pasos a los de la poderosa FIFA, convertida ya en ese monstruo burocrático que ostenta hoy más influencia y músculo financiero que muchos estados soberanos. Incluso llegaría Pelé a ser ministro de deportes en uno de los gobiernos de Brasil.
Le gustaban, eso sí, las mujeres (siete hijos reconocidos y tres esposas diferentes). Tuvo un montón de affaires amorosos, pero nunca protagonizó polémicas realmente escandalosas. Desde hace décadas, vivía una vejez sensata, apacible y serena, disfrutando de su más que merecido prestigio como leyenda encarnada del fútbol.
‘O Rei’ ha muerto, viva el rey.