En una charla con amigos, una persona señala con naturalidad que la deuda de España no supone un problema a medio plazo porque nos la condonarán. Aunque a continuación complementa su razonamiento con un contundente “Europa no puede permitirse que España no pague y arrastre al resto de países”. Al final no me queda claro si la vamos a pagar o no, o si la pagará Europa por nosotros, que también parece que entra en la ecuación.
Poco hemos aprendido del efímero mandato de Liz Truss. Esta señora proponía una política de ayudas generalizadas sin un programa de subida de impuestos que financiara tamaño gasto. Evidentemente, su plan pasaba por endeudar más al estado Británico. Con una deuda sobre PIB del 95% –aún lejana del 118% español– se considera que Gran Bretaña tiene un alto endeudamiento. Valga como referencia que en el año 2000 su endeudamiento sobre PIB era del 40%.
El resultado de tamaña irresponsabilidad fue una gran desconfianza sobre la economía Británica, que hizo que en los mercados se desplomara el precio de su deuda, o lo que es lo mismo, los tipos exigidos eran muy superiores. A mayor riesgo, mayor precio. Desencadenó una crisis breve pero intensa, con la libra cayendo a plomo y el Banco Central interviniendo para frenar el batacazo. Dimisión de Truss y vuelta a la ortodoxia económica. Y es que en el siglo XXI estos desmanes financieros no están nada bien vistos.
Se atribuye a los economistas una inusitada capacidad para predecir crisis pasadas. Sin embargo, en algunos casos, cuando alguien se aleja tanto de la ortodoxia, digamos que nos pone fácil adelantarnos a lo que va a pasar. Y es que, si bien la ciencia económica no es exacta, lleva siendo estudiada muchos lustros para no respetar determinadas leyes que se cumplen irremediablemente una vez tras otra. Una de ellas, es que los ingresos y los gastos deben ir acompasados.
Uno revisa los presupuestos de España y se encuentra que el 50% del gasto anual se dedica a pagar pensiones y a pagar los intereses de la deuda. ¡El 50%! En banca, para financiar a una familia, nos parecía tolerable que la carga financiera comprometida por esa familia no supere el 33% de sus ingresos. Por encima de ese umbral, se debe mirar con mucho cuidado esa operación. Y ojo, que los números de los presupuestos dudo que tengan en cuenta la revalorización de las pensiones al 8,5% ni la subida de tipos y del coste de la financiación que estamos experimentando. Lo curioso es que son los bancos centrales los que nos exigen esa prudencia a la hora de ofrecer financiación, porque sino pondríamos en riesgo “la salud financiera del sistema”.
Pero un Gobierno no se puede permitir no subir las pensiones. Leo en el “Pulso de España” publicado por Metroscopia el 16 de diciembre que “el apoyo de las personas de más edad a los partidos de izquierda tras la revalorización de las pensiones estaría mitigando los posibles efectos negativos de las decisiones gubernamentales sobre la supresión del delito de sedición o la rebaja de las penas de malversación”. Por pedir más, que no sea. Pero, ¿cuándo y cómo le ponemos fin? El Gobierno debe velar por el interés general, que va mucho más allá de 47 millones de intereses particulares. Altura de miras.
Ante la disyuntiva reducir el gasto frente a subir los impuestos, ¿cuál les parece la solución más fácil? La segunda, claro. Basta comunicarla como una subida de impuestos a los ricos para parecernos más a Suecia y ya está, todos amigos. Subir los impuestos, al igual que la inflación, nos empobrece, no lo olvidemos.
Se piensa poco, a nivel macro, en las consecuencias del gasto. A los ciudadanos nos encantaría un gasto ilimitado: ayudas a la gasolina, a la cesta de la compra, a la cultura, a la maternidad/paternidad, a los bailes regionales… Y que se financie con endeudamiento. Un poquito de impuestos (a los ricos) y un muchito de endeudamiento. Y cuando no quepa más, dejamos de pagar. Cuando yo era joven a esto le llamábamos “¡juego revuelto!”. Alguien vociferaba esa consigna y todo arreglado, volvíamos a empezar como si nada hubiera pasado.
Pero esto no es así en economía. No existe la teoría del “juego revuelto”. La falta de rigor y la falta de ortodoxia generan desconfianza y arrastran empresas, economías y países enteros al fracaso. Véanse las historias de Enrom, Arthur Andersen, Argentina… Es muy complejo ganarse la confianza de terceros y muy sencillo perderla repentinamente. Un amigo me comentó un día que, a Keynes, uno de los economistas de referencia del s. XX, especialmente para los socialdemócratas, le preguntaron un día cómo quiebran las empresas. Su respuesta fue: “First slowly, and then suddenly”. Tomen nota todos aquellos aprendices de Liz Truss que creen que todo vale y el dinero es infinito. Cuanto antes nos despertemos de esta pesadilla, mejor.